ABISMO.

 



Le había dado por ir solo, más que nada para quitarse el miedo de sus pensamientos. Se había puesto el arnés como si fueran los calzoncillos que se ponía al levantarse: ajustado sobre las ingles, cruzado sobre la espalda sin dobleces, la presilla atada al pecho y el mosquetón a la espalda, con el tramo de cordino atado y calculado hasta llegar justo al ras de la torrentera y aquel extraño islote de arena.

Pasó las dos cadenas por el perfil del quitamiedos y miró la arcada del puente, contemplando el precipicio que se abría entre los bordes del arbolado. Permaneció allí de pie unos instantes. El sol ya estaba alto; se escuchaba el sonido del agua en el barranco y el vuelo de alguna ave que cruzaba despistada.

Él estaba allí, de pie, con un miedo inmenso. Con los ojos cerrados, intentando no mirar el vacío, levantó levemente los brazos, como si fueran las alas de un azor. Sin desplazar los pies, con un mínimo impulso, se dejó caer al vacío, completamente estático.

Fue algo inmediato, vertiginoso: unos instantes de ingravidez y, luego, el bamboleo casi al ras del agua, de un lado al otro, hasta quedarse parado, como un peso completamente muerto.

Cuando abrió los ojos, no reconoció nada. La torrentera había desaparecido, al igual que el puente. Estaba de pie, en una vasta extensión de arena blanca que se extendía hasta el horizonte, sin árboles, sin montañas, sin sol, solo un cielo gris que pesaba como una losa.

Miró a su alrededor, buscando algo que explicara dónde estaba o cómo había llegado ahí, pero no había nada. Su arnés, las cadenas, incluso el cordino, se habían desvanecido. Se palpó el cuerpo para asegurarse de que seguía siendo él, aunque no podía evitar la sensación de que algo le faltaba, algo esencial que no lograba identificar.

De pronto, oyó un crujido detrás de él, como pasos sobre la arena, aunque al darse la vuelta no había nadie. El sonido volvió, esta vez más cerca, y luego más lejos, como si algo estuviera jugando con él.

"¿Hay alguien ahí?", preguntó con una voz que no le sonó propia.

El eco le devolvió la pregunta, pero deformada, como un murmullo que se repetía y se distorsionaba, hasta convertirse en una risa baja y cavernosa que parecía salir de todas partes y de ninguna.

Al final, lo comprendió: no iba a volver. No había nada que esperar, ni nadie que escuchar. Solo él, su sombra —más larga de lo que recordaba— y el ruido de los pasos que seguían, incansables, siempre un paso detrás.

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