FISURA.

 


Aunque estaba premeditado.
No quiero hablarte del abismo. No aún. No todavía.
Porque antes de la caída, antes de que el aire se vuelva plomo en la garganta y de que la certeza se disuelva en un súbito despojo, existe un intervalo. Un espacio mínimo entre lo que fue y lo que está por consumarse. Es ahí donde el pensamiento, como un dios menor y obstinado, intenta ordenar el caos con una última maniobra, aunque el caos, en su naturaleza misma, se burle de todo designio.

Es en esa grieta donde quiero detenerme. Porque la existencia parece sostenida por dos efemérides inapelables: el hoy, donde aún me reconozco, y el mañana, donde quizás ya no despiertes con tu nombre adherido a los labios. Pero en medio, entre la certeza de este instante y la incertidumbre del amanecer, ¿qué ocurre? ¿Qué sucede en ese umbral de horas que parecen inertes pero que, con la paciencia implacable de la incertidumbre, nos empujan hacia el desenlace?

A veces imagino la desesperación como una escala, una cuerda tensa que se desliza entre los dedos, dejando marcas invisibles en la piel. Si la angustia tuviera métrica, ¿en qué punto exacto comenzaría su fractura? ¿Cuándo una fisura imperceptible se vuelve grieta irreparable? ¿Cuánta fatiga necesita la materia del alma antes de quebrarse en mitades casi simétricas?

Las antiguas lecturas insistían con certeza dogmática en que al nacer comenzamos a morir. La vida, decían, no es sino una lenta pérdida de inercia, una danza sutil entre la resistencia y el desgaste. Y pienso en el corazón, ese músculo terco, testigo y cómplice de todo lo que hemos amado, o al menos, de la ilusión de un hilo que nos sostiene entre indiferentes latidos. Pero hay algo más, un presagio, un sonido que precede al colapso. Un eco que no debería estar ahí, según las leyes aprendidas. Y sin embargo, su resonancia se propaga en el vacío, anunciando lo inevitable.

Hay un instante –diminuto, imperceptible para quien no ha mirado de cerca la orilla del abismo– en el que la caída ya ha comenzado, pero aún no lo sabemos. Un destello de claridad antes del golpe, en el que la mente comprende, quizá por primera vez, la verdad irrebatible de su destino. El nombre con el que despertaste esta mañana no será reconocido  tras el impacto.

Tal vez esto no sea más que una alegoría. O tal vez sea el último pensamiento del suicida, justo antes de la fractura total. Quizás, incluso en ese umbral donde todo parece consumado, aún quede espacio para el arrepentimiento. Pero la pregunta que persiste, como una letanía sin respuesta, es si en ese último segundo el tiempo concede un margen para dar marcha atrás o si, en su ironía cruel, solo nos permite comprender cuando ya es demasiado tarde.



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