2 ESTRELLAS MICHELIN.
He devorado un trozo de sentimiento como si fuera un solomillo poco hecho, a trocitos. La sangre de tu esencia, tibia y ferrosa, me ha corrido por la barbilla, un sudario líquido que secaba con el dorso de la mano sin ningún rubor. El acto no era de hambre, sino de conquista. Un sacrilegio íntimo.
Me había sentado donde servían cosas realizadas con amor, un lugar que olía a promesa y a albahaca fresca, con un toque de comida llena de colores, como un Miró de viandas en una fuente plana llena de filigranas. Todo era tan bonito que daba asco. Rábanos como corazones miniaturas, purés que eran atardeceres, emulsiones que pretendían ser poesía líquida. Y yo, en medio de ese circo cromático, con un vacío que resonaba en las tripas como un tañido en una catedral vacía.
Y como no había guarnición que valiera, te metí en el plato. Tú, con tu sustancia opaca y verdadera. No había nada más nutritivo, más primordial. Y estabas cojonuda, sí. Un manjar de una veracidad atroz. Te comí como si hubiera ido al Polo Norte y hubiera vuelto en unas horas; una expedición feroz y solitaria, un viaje al centro de mi propia desolación. Sin levantar la mirada, sin encontrarme con tus ojos, que eran los únicos cubiertos que no me atreví a probar, por si aún guardaban el reflejo de un alma.
Ahora te reposo. La digestión es la verdadera resaca del alma. Te llevo aquí dentro, en mis entrañas, como un huésped no deseado pero necesario, un parásito de recuerdos que se retuerce y me define. Y pienso, con un ansia miserable, en regurgitarte. No para devolverte, jamás para eso, sino para recordarte, para paladear de nuevo el instante en que fuiste objeto y yo fui verdugo y comensal. Ponerte otra vez en mi boca, ya masticada, medio digerida, y saborear la amargura de la repetición, el eco de un sentimiento que ya solo es química y nostalgia.
—Son cosas de sabores —mascullo para mis adentros, justificando el canibalismo emocional como si fuera una nota a pie de página en un recetario. Pero es mentira. No son sabores, son espectros. Fantasmas que huelen a pimienta y a beso.
—Sería dichoso no volver a tener hambre —suspira el hombre a mi lado, leyendo el menú con ojos cansados. Y yo envidio su simple anhelo. Mi hambre no es de comida; es un agujero ontológico, un apetito que devora significados, no nutrientes. He comido un sentimiento y ahora el universo sabe a nada.
La cuenta llega, un pedazo de papel frío que enumera los daños. Carnes, vinos, panes. Tu nombre no figura. Nunca figura.
—Me da que no tengo para pagar la cuenta.
Y es la única verdad de la noche. He consumido un amor, he ingerido un mundo, y ahora no tengo con qué saldar la deuda con la existencia. Me quedaré aquí, en este restaurante de espejismos, digiriendo tu ausencia, hasta que el maître inmisericorde de la muerte venga a cobrarme, con intereses, el banquete de mi propia ruina.

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