SUEÑO.



Me ha pasado que no he podido despertarme a tiempo de tan rápido que he dormido. O, quizás, la premisa es un engaño más de la conciencia. ¿Dormí acaso? O sólo me sumergí en un estado de suspensión paliativa, un interludio de no-ser que ahora se desvanece, dejándome varado de nuevo en este limbo de sábanas y huesos cansados.

Me sucede a menudo, casi siempre ahora, que deseo quedarme aquí, revuelto entre los sudores fríos de la noche, en el profundo hueco del colchón desgastado, marcado por el efecto de los muelles que son como las costillas de un animal fosilizado en cuyo vientre reposo. Este hueco no es mío; es la huella de incontables cuerpos anónimos, de pesadillas ajenas y de un vacío que, con los años, ha ido tallando su forma en la espuma y el acero. Yo soy sólo el último ocupante de esta fosa común de sueños frustrados. Hoy, a ciencia cierta, podría contemplar largo rato las claridades hirientes que se filtran por la persiana, esas cuchillas de polvo danzante que me ofenden. Las observo no como quien ve la luz, sino como un geólogo estudia un estrato, buscando en su intensidad la prueba de que he regresado de un sueño, o de otro lugar que no recuerdo, un territorio anterior a la memoria, anterior al nombre.

El levantarme es una desgana cósmica, una resistencia pasiva que no me propongo superar porque es lo único honesto que me queda. Obedece a la misteriosa y atávica necesidad de ser ingrávido, de que mi ancestro acuático, ese residuo evolutivo que llevo en la médula, convierta el aire de esta habitación en una pastosa placenta, en un océano primordial que aún me proteja de todos los misterios agónicos que me aguardan al otro lado de la puerta. No es pereza; es nostalgia de la nada. Quiero regresar a ese lugar sin luz, a esa oscuridad preconsciente que se despidió de mí hace unos cuantos lustros, no con un adiós, sino con una expulsión violenta, para dejarme posado, aterrado y solo, sobre la inmensidad aplanadora de lo Real.

No deseo la brisa criminal que me saque del letargo, ni la frialdad de las baldosas, esas losas funerarias domésticas que me levantarán la piel de los pies. Las siento de antemano, tan frías y impersonales como el corazón de una estatua, un mineral sin piedad que me recordará, con cada contacto, que estoy hecho de carne frágil y que este cuerpo es mi primera y última prisión. Anhelo, en cambio, la solución química, la anestesia voluntaria. Deseo tomar otra vez el vaso de agua —ese cilindro de transparencia indiferente— y las dos grageas azules, píldoras de un cielo artificial, para poder cerrar los ojos y rendirme. Para olvidar la angustia ontológica de despertar en otro lugar que no haya contemplado, en otro lugar extraño que, sin embargo, es mi vida.

Ese lugar es un laberinto de puertas blancas que no conducen a ninguna parte, y túneles de cristal que reflejan una infinitud de mis propios rostros desencajados. Son ascensores que no suben ni bajan, sólo mueven mi cansado corazón de una planta a otra de este sanatorio del alma, mientras manos largas y pálidas, extensiones de un sistema carente de rostro, me palpan como a un espécimen. Hay máquinas que zumban con un propósito inescrutable, que no curan sino que intentan esconderme, disimular mi existencia problemática bajo gráficos y números. Luces fluorescentes, un sol de mentira, me hacen pisar supersticiosamente mi sombra, como si al destruirla pudiera anularme a mí mismo. Y siempre los ojos, innumerables ojos de cristal y de carne, que intentan delatarme, escrutando no la persona, sino los huesos de mi cara, la armazón mortal que delata el cadáver en ciernes.

Y tú, mi amor. Tú, que duermas a mi lado y respiras con una paz que me resulta incomprensible. Por lo que más quieras, por la última chispa de piedad que quede en este universo desalmado, no me dejes aquí. No permitas que esta realidad se me adhiera de nuevo a la piel. No me des palabras; son demasiado abstractas para este dolor concreto. Dame tu piel disuelta en agua, el elixir de tu presencia tangible. Entra en mí, rompe con tu esencia cálida la tiranía de este cuerpo extraño, y expulsa, como un exorcismo silencioso, a estos demonios que no rugen, sino que roen. Que me comen lenta, metódicamente, empezando por los bordes del alma, dejándome cada mañana un poco más hueco, un poco más cerca de convertirme en solo otro hueco en el colchón.

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