"TRONO".
A qué nunca viste meter un puto piano por una ventana. Ni cumplirse esa paradoja del piano que se cae mientras tú sales por la puerta del portal. Y son dos pasos. Y el avance del piano. Y tu avance. En una secuencia interminable, un teorema de Zenón aplicado a la tragedia burguesa, hasta que varias notas de piano —un acorde disonante, un quejido de cuerdas destrozadas— suenan mientras se deshace y tú te salvas por medio paso. Ese medio paso que es la única diferencia entre la anécdota y el obituario. La vida entera es eso: esquivar por los pelos pianos que caen del cielo, pianos de obligaciones, de recuerdos, de la pesadumbre de existir.
Son pensamientos extraños mientras espero en este trono de porcelana, el altar último donde el cuerpo confiesa su vileza y su triunfo. Este retiro es la única catedral que me queda. Mi compulsión mientras estoy aquí, agachado sobre el abismo figurado que me une al mar o a una cloaca, no es terminar, sino tener cojones para salir a la calle después. Vencer ese puto miedo a la inmensidad, a ese mundo que es otro "recto" infinito por el que debemos empujar nuestro peso, día tras día, hasta que un día el esfuerzo no baste.
Antes de tomar impulso, de sentarme aquí, tuvo que haber un segundo de reflexión. Sin razón aparente. Un instante de pura lucidez enloquecida. Había caminado mucho por el salón comedor. En su amplitud, creí, angustiado, que no alcanzaría nunca el darle una vuelta completa ya que era un cuadrado perfecto. Una jaula de lógica pura. Cuatro paredes que se burlaban de mi viaje circular, como Sísifo caminando sobre una alfombra persa de pega. Cada vuelta era un recordatorio: no llegas a ninguna parte, solo gastas suela, alma y ansiedad.
A veces alucino pensando en los actos más irreverentes, los últimos gestos de libertad que le quedan a un animal domesticado. De momento me ha sido imposible cagarme en la cama a plena conciencia. Aunque prolapsado, y la urgencia visceral me tentara con su nihilismo fecal, aún soy capaz de controlar mis ansias escatológicas de manchar mi cubil. Es el último resquicio de dignidad, o quizá el miedo final a enfrentar el acto más puro, más primitivo, sin la mediación de la cultura, representada por este agujero blanco.
Porque todo avance por la vida está programado para quedarnos solos con el tiempo. Al final, después de todos los pianos esquivados, de todas las vueltas al salón, lo único que avanza de verdad es el reloj en la vejiga y la podredumbre en los intestinos. Es la única cita ineludible.
En pleno ímpetu otro día de adviento —ese tiempo de espera que es una burla, de promesa que nunca se cumple—, me dije: hoy no puede ser, someter mis ingles y el tren inferior a tanto esfuerzo. Hoy sí que deberé ayudarme, y no por placer. Adivinaba mi cara plenamente roja por el esfuerzo, una máscara de esfuerzo existencial. Esperando a que surtiera efecto sobre el trasiego pélvico. Me dije a mí mismo, "hoy sin placer", y me metí el dedo índice por el culo de la forma habitual, hasta la esponjosa blandura, y le di vueltas y vueltas. Explorando mi propia geografía interior, un cosmos de vergüenza y necesidad. Buscando el punto exacto donde lo físico y lo metafísico colapsan: el desatranque del ser mismo.
Y esa es la paradoja final, la que me mantiene aquí, suspendido. ¿A qué atenerme cuando acabe este placer de la voluta, este momento de creación y destrucción simultánea? Cuando la evidencia tangible del ser se haya ido por el desagüe con un susurro acuoso, ¿qué me quedará? ¿El vacío más puro? ¿El silencio aterrador de un piano que, por fin, ha dejado de caer?
Queda la cuenta. La cuenta del restaurante para llenar de nuevo mi canal alimentario. La cuenta de los días. La certeza de que, al levantarme de este trono, el piano seguirá ahí, esperando su turno. Y yo, con el índice limpio pero el alma manchada de la misma pregunta eterna: ¿Cagar o no cagar? Es decir, ¿seguir o no seguir participando en este inmenso, grotesco y magnífico acto de fe que es mantener el cuerpo en funcionamiento, a la espera de un significado que nunca llega?

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