SOLEDAD
Cuando el mundo comenzó a girar en un torbellino silencioso, faltaban dos minutos para que la septima década de mi vida cayese sobre mis hombros. Una náusea profunda, anclada en lo más hondo de las entrañas, ascendió hasta mi garganta. Y cuando apenas quedaban unos segundos para la onomástica, me aferré a la manilla de la puerta del baño como un náufrago a un madero, y en medio de tanta, tanta soledad, me fui desplomando lentamente de rodillas, mientras mis ojos observaban el giro frenético de todo lo que me rodeaba.
Quedé partido en dos mitades: la superior, el torso, hundida sobre la moqueta verde oscura del pasillo, y la inferior, los pies desnudos, reposando sobre el gélido azulejo blanco del baño. En ese estado nauseabundo, con la boca aplastada contra lo mullido y la planta de los pies percibiendo el frío mineral de la losa, solo existía la evidencia de mi cuerpo y el peso de la ausencia. Y así, tendido en el umbral, entre tanta soledad.
La hora, por la luz que se filtraba, quizás fuera mediodía. Por los ruidos amortiguados de la calle, quizás media tarde. Por la algarabía lejana de los niños, quizás la mitad de una hora temprana. Y siempre, siempre la misma incertidumbre. No sabría cómo determinarlo. Entre tanta soledad.
En medio de tanta soledad, debía decidir el rumbo. A un lado, la puerta de la cocina, un cubículo de rutinas domésticas. Al otro, la ventana del balcón, entreabierta, donde unos visillos blancos se agitaban, abatidos por un aire invisible. Entre ambos extremos, una radiante claridad azulada, casi milagrosa, bañaba el pasillo, insinuando una salida hacía una pureza quizás imaginaria.
Tendido a lo largo del suelo, un hombre es un reptil. Si elevas la cabeza, tus ojos sólo ven una inmensa profundidad hacia arriba, un vacío vertical que no te pertenece. No hay abismos para el que repta, solo la línea horizontal de la supervivencia, el arrastre. Si observas hacia atrás, hacia el rastro de los pies, hay un mundo de infinitos caminos ya recorridos y, por tanto, ya muertos.
Mi razonamiento fue absoluto, no había otro razonamiento posible en ese lugar donde la dignidad se mide con el supuesto polvo, y los pies solo saben arrastrarse. Al decidir mi huida, escogí el balcón, el final de todo, y me dispuse a impulsarme con los brazos, de forma que el recorrido –unos quince metros que se antojaban la longitud de un continente– fuese lo menos desagradable posible.
--Imposible que fuera menos desagradable. Entre tanta soledad--.
Inicié el avance con una facilidad engañosa. Luego, sin previo aviso, todo lo que había imaginado como un tránsito controlado se volvió pesado, difícil y angustioso. No por el esfuerzo, sino por ver tanta profundidad delante de mí. Me refiero a lo lejano, a la distancia insalvable que separa un punto de otro como en un universo que se ha expandido de repente.
—Cuánto tiempo tardé, no lo sé.
A veces es así: los segundos se deshacen para la contemplación obsesiva de las cosas, de una mota de polvo, de la textura de la moqueta. Se vuelve contagioso preguntar la hora y contestar sin poder precisar los segundos, porque el tiempo ha dejado de fluir para estancarse en un presente eterno y agónico.
Próximo al balcón, mi agitación aumentó. Mi corazón latía con un ritmo casi sin pausa, un tambor desbocado en el interior de mi caja torácica. Todo por aquel logro sublime de haber reptado totalmente desamparado, y estar allí, con mi cara metida como una cuña de madera entre los barrotes forjados del balcón. Con la boca abierta, casi sin aire, aspirando el viento de fuera que no lograba llenar mis pulmones. Entre tanta, tanta soledad.
Ya no quedaba nada para el final. O quizás lo único que quedaba, al fin, era la soledad misma, o un grito desesperado de socorro.

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