LA GOTA DE MAINSTONE.
Con frecuencia contemplaba la paciencia, esa actitud de las plantas para crecer tan despacio, la resignación geológica de las piedras del mar, suavizadas y ovaladas a lo largo de los años, hasta alcanzar esa forma suave y certera, bajo colores disimulados: pálidos grises y blancos expectantes.
Mis estados anímicos se medían en intervalos, en ciclos observados con la frialdad de un experimento. Todo en mi entorno poseía esa cualidad: una cierta resistencia al raciocinio, una "fisicidad" opaca. Sentado en una silla de mimbre, sobre un balcón que daba a una vegetación anárquica donde predominaba el verde del ballico, el brezo oscuro, los zarzales enmarañados y una grandiosa mimosa de ramajes aplastados por el viento, yo era solo otro fenómeno más en observación.
En aquellos instantes, todo me olía a brea. Mi orín era un termómetro químico de mi decadencia: unas veces despedía el olor de la brea recalentada, otras el leve rastro del amoníaco, o ese dulzor extraño y fétido de la maleza triturada y descompuesta. Desde las nueve de la mañana, lloviese, hiciese un frío cortante o cayese un sol abrasador, yo estaba allí, en el balcón. Era mi puesto de vigilancia sobre el mundo.
Ella llegaba a veces. Su presencia me precedía, una vibración premonitoria en mis espaldas encorvadas.
Se plantaba delante de mí con aquellas medias hasta la cintura. Yo observaba, sin poder evitarlo, sus amplias caderas, sin nada más de abrigo de cintura para abajo, y su sexo aplastado contra la tela, mostrando sus formas plegadas, amplias y descomunales. Una geografía corporal tan brutal e inmediata como la erosión de las cosas.
Mi primera pregunta, siempre, era la misma, enunciada con una mano temblorosa que pretendía enfatizar el nombre: «¿Ha venido Mainstone?». Le dije varias veces, varios días, varias semanas, que lo avisase urgentemente. Necesitaba relatarle mis curiosidades, dignas de ser registradas. Ella odiaba a Mainstone, quizás por el trabajo extra que su visita implicaba: cambiarme la ropa interior, pasarme la toalla húmeda y fría por los sobacos, por la polla flácida, por la raja del culo, y luego, con el mismo trapo, por mi boca pegajosa. También le odiaba por el mísero café con leche al que se veía obligada a invitarlo, acompañado de dos galletas horriblemente tostadas.
Yo, mientras tanto, hacía experimentos mentales para comentar con él. Eran razonamientos duros, aunque de una aburrida sencillez. Mi único nexo con la realidad, con la dignidad del intelecto, era la presencia del larguirucho Mainstone, siempre enjaezado en su traje impecable y su pajarita, con unos zapatos que relucían como la obsidiana. Me agradaba sobremanera su cara de aguilucho, sus grandes gafas y aquella sonrisa sumamente amable que parecía comprenderlo todo.
Uno de mis experimentos mentales giraba en torno a la dependencia económica del ser humano, su continua disgregación en corpúsculos indefensos, a merced de la caridad de seres sin escrúpulos ni compasión. Incluidos los representantes de todos los dioses existentes, tan egoístas y existencialmente impotentes, muchos de ellos, según mi teoría, dados a la eyaculación precoz. De ahí, especulaba, su obsesión compulsiva con la posesión. Quiero decir, en términos generales.
Ella, a escala reducida, era la prueba. Siempre estaba ahí, haciéndose dedos. Mojándose el dedo índice con saliva y pasándoselo meticulosamente por todos los demás dedos, en todas las posturas imaginables, como si intentara limpiar una suciedad invisible o simplemente recordar la textura de su propia piel.
Esa misma mujer me sacó de la Residencia de Ancianos por mi paga. Se casó conmigo notarialmente. Le dejé todo lo que tengo, y se quedará, por supuesto, con mi mediana paga de viudedad. Todo eso lo firmé.
Solo le pido una cosa que no está en el contrato. Mi exigencia suprema: que avise a Mainstone.
Porque el Pitch Drop Experiment no ha dejado de crecer en mi mente. Aquel experimento real, que comenzó hace casi un siglo, donde la brea demuestra su naturaleza líquida goteando una vez por década. La caída de la octava gota, me dije, sería el final de mi longevo experimento paralelo. Le dejaría toda la gloria a Mainstone. Le transmitiría toda la sabiduría observada en el laboratorio interior de mi imaginación.
Ella es una mala pécora, sí. Una simple limpiadora de un hogar de ancianos. Me enroló en su vicio acostumbrado. Fue primigenio, en el año dos mil ocho. Una tarde de junio esplendorosa, circunvalada por el canto de aves en lontananza que se filtraba por una ventana de dos hojas.
Aquel día, yo pensaba en la ovalidad de las piedras del mar, en la progresión geométrica de sus movimientos, en la erosión paulatina e implacable a lo largo de miles de millones de segundos, hasta deshacerse en arena diminuta. Ella estaba allí, con aquel balanceo de la fregona, en movimientos armónicos de onda casi perfecta. El intenso olor a lejía llenaba el aire. Hasta que se acercó. Dejó la fregona, se abrió el delantal, se bajó las medias ajustadas y puso ante mi boca su sexo peludo. Usó su mano, fuerte y determinante, para arrimar mi boca sin piedad hasta lo más profundo de sí, contra mi lengua babosa e inmóvil.
Sí.
En el calor de su viscosidad, mi boca, inerte, era usada. Chupaba sin voluntad un flujo de aromas indescriptibles y variados: sabores a roble viejo, a pan ácido, a cebolla, a navajitas afiladas por el mar.
De todo lo del mar, su baldío trabajo, su agitarse eterno.
Todo el mar es transparente, hasta donde la luz lo calma y la profundidad lo traga.
De todo lo que la tierra tiene casi muerto, y sin embargo, persiste. Olía a eso.
Al fin, he comprendido la lección final de las piedras y la brea. Lo rígido no es tal. Es solo un flujo infinitamente lento. Una paciencia que es una tortura. Una gota que se forma durante décadas antes de desprenderse.
Y así como una gota de brea cae al final de su ciclo, yo también estoy a punto. Si golpeas lo rígido con suficiente insistencia, no se rompe. Simplemente, cede. Y en esa cesión, encuentra, por fin, la paz eterna. La octava gota está a punto de caer. Mainstone lo entenderá. Él lo verá todo claro. Sólo le pido que Mainstone venga.

Comentarios