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VIDA.

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  Cuarenta inviernos en la piel marcados, huellas de un tiempo que no se olvida, la promesa antigua, ya no es apasionada, ya no es firme, constante, como marca de la vida. Los besos que fueron fuego en la madrugada, hoy son brasas cálidas en manos abiertas y calladas, el deseo que antes ardía en tormenta, se vuelve viento suave, brisa llena de paz lenta. No es amor de cuentos ni versos perfectos, es la trama real de dos seres conectados, es el abrazo que sabe igual que los días compartidos, es el silencio que a veces dice más que el sonido de mil ríos. Y aunque el alma a veces sueñe con lo perdido, en el roce cotidiano está lo vivido, porque amar no es solo pasión encendida, es estar juntos, en la calma, en la vida.

ERIKA.

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  Cuando Erika me deslizaba por las pantorrillas aquellas ramas blancas de ginerio, comenzaba de nuevo la ceremonia mensual. Antes, yo me había desplazado con la parsimonia que da la vejez por toda la avenida Puertollano, hasta un tercero derecha en el número treinta y ocho, entre un puesto de pan y un kiosco repleto de golosinas de colores. El edificio olía a lejía rancia y a soledad, como todo lo que se mantiene en pie por pura obstinación. La habitación tenía dos ventanas estrechas, tapadas por cortinas romanas que caían hasta el suelo. Sobre ellas, unos pesados cortinones de terciopelo brocado, de colores múltiples, filtraban la luz en una penumbra de arcoíris. Cuando traspasaba la puerta, me daba la impresión de entrar en un templo, uno donde podrían reencarnarse tanto la mismísima Gea como las perversas Moiras, rotas y decadentes. Me recibía siempre con cita previa. Llevaba puesto su pinganillo portátil, una gorra negra —de las SS, según ella—, un corsé de cuero que parecía s...

EL SACRIFICIO.

  La estancia era diáfana, como si hubiera sido dispuesta con esmero para recibirme. No hacía ni frío ni calor entre aquellas paredes altas, coronadas por rosetones de colores que filtraban una luz que se disolvía con forma de penumbra. Hileras de pilares cónicos se erguían solemnes, sosteniendo cúpulas recamadas de alegorías cósmicas, pinturas celestiales, donde constelaciones imposibles danzaban en silencio eterno. El olor a incienso era espeso, casi material, y los coros envolvían el aire con cánticos de origen de adoración religiosa. Sus voces no parecían humanas ni celestiales: eran de otro mundo, de otro tiempo. Yo avanzaba por la nave central con las manos atadas a la espalda, como si mi cuerpo conociera el camino antes que mi voluntad. A mi derecha, nadie. A mi izquierda, tampoco. Solo el vacío y la respiración imposible de las piedras. Al fondo, el altar irradiaba una quietud implacable. Inquietante. Me acerqué con pasos contenidos, sintiendo cómo el mármol absorbía mis te...

CUÁNTICO.

  *------------------* De todos los lugares que visitas, siempre hay uno más frío. Otro, en cambio, te recibe con un tibio resplandor que roza lo amable. Y alguno —quizá el más inquietante— te huele a confituras, a zapatos viejos, a goma industrial, a comida templada. Si existe el desdén, entonces yo soy su centro de gravedad. Habito bajo sus influjos ausentes, como si la indiferencia fuera un sistema solar con su sol apagado. Mis ojos se pierden en el centro mismo de un punto muerto, suspendidos como partículas sin certeza. Nos sentábamos frente a frente. Volvíamos a encontrarnos con los ojos, una vez más, de tantas veces ya. Era domingo, como casi siempre. Sin nada que hacer. Alguien había bajado el día hasta nosotros, como quien baja una lámpara vieja del altillo, y con él venía una claridad tenue que se colaba por la ventana y caía, con su peso invisible, sobre la mesa. Se cumplía la paradoja: existía lo que olía. Y, casualmente, olía a potaje de garbanzos con bacalao. Los garb...

CELDA.

  1.  Es la extraña y opresiva certeza de que no hay ojos sobre mí. Esa clase de silencio absoluto que no tranquiliza, sino que amenaza. Encontrarme en el bosque, entre la maleza espesa y los árboles de troncos nudosos, es haber logrado media huida. Desde aquí, entre sombras húmedas, puedo ver el edificio. Sus muros se alzan altos, reforzados, coronados de alambradas electrificadas que centellean como dientes de fiera. Entre los muros, una franja de asfalto: la carretera interior. Por ella circulan con puntualidad militar los vehículos de vigilancia, máquinas sin prisa que nunca se detienen. Cincuenta metros me separan de ese mundo amurallado. Solo cincuenta metros. Y toda una vida. 2.  Vivo en el bosque. Trabajo en el bosque. Durante el día talo árboles, fabrico puntales con su carne herida. Por las tardes descanso unas horas, apenas las necesarias para no desfallecer. Hace ya veinte días que empecé el túnel. La tierra es generosa: arcillosa, obediente, sin piedras que l...

PALABRAS.

  Las palabras que no dejan sombra Hay palabras que no se ven. No por pequeñas ni por suaves, sino porque no proyectan sombra alguna. Caminan como espectros sobre la piel del mundo, y nadie nota su paso. No brillan, no pesan, no suenan. Solo están. Sombrías, calladas, imposibles de señalar. Y sin embargo, lo cambian todo. Recuerdo la primera vez que vi el futuro. Fue apenas un segundo. Un segundo tan nítido que me dolió. Pude describirlo, sí. Pero ¿para qué? Nadie desea saber que todo se derrumbará y que la ternura también se pudre. Una mano bajó por mi espalda en ese mismo instante. No sabía de quién era ni a dónde se dirigía. Solo sentí cómo descendía, como si tocara una pendiente húmeda y tibia. Y al final, el vacío. No hubo destino para esa caricia, solo el gesto detenido en su propio temblor. También estaba el oído. Ese maldito oído mío, siempre atento, siempre esperando escuchar el latido de otra vida, como si mi salvación pudiera llegar en forma de sonido, como si un co...

LINEA.

  La línea clara Era un rito solitario, casi litúrgico. Más o menos cada tres días, siempre por la tarde, él la llamaba. Conducía los cuatro kilómetros que lo separaban del Cerro del Puerto, cruzando las ruinas romanas, bordeando prados que parecían no saber del paso del tiempo, eternamente verdes. Aparcaba en el rincón más alejado y solitario del estacionamiento. Muchos días, el mar se ofrecía nítido, sin bruma, con una transparencia casi ofensiva. Algún barco cercano lanzaba su pitido largo y grave —aviso ritual al práctico—, y cuando bajaba la ventanilla del coche, el rumor metálico del puerto le envolvía como una letanía lejana. A eso de las cuatro y media, marcaba. Sabía que ella dormía la siesta, o al menos lo intentaba. Entonces sonaba su voz al otro lado: cercana, conocida, sin sobresaltos. Charlaban de cosas sin importancia, retazos de tiempo, detalles. Él le describía lo que veía: la bruma o su ausencia, la claridad del horizonte, el azul hiriente del mar. A veces, ba...

HUECO.

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  Hay un agujero en la dura piedra, es redondo, pudo ser una herida lenta, de un día trágico como una boca abierta hacía la ruina de la muerte, una entrada que nunca fue llamada. ¿Quién horadó la roca? ¿Fue el agua terca? ¿El tiempo ciego? ¿O el pensamiento mismo, hincándose como forma geométrica perfecta, como un clavo sin cabeza en un golpe certero. Ese vacío —oscuro, incompleto, casi un gesto más que una forma— mira sin mirar, espera sin pedir, se deja atravesar en giros exactos y el aliento es el polvo del instante. A veces creo oírlo decirme: “no soy hueco, soy duda. Soy la forma que dejó algo inesperado.” Y me acerco, con la respiración contenida como quien toca el umbral de un dios sin rostro. Y me asomo, pero no hay borde firme, ni respuesta, ni siquiera ya sombra de pregunta, que pueda explicar este vacío.