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NIETZSCHE y EL CABALLO.

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  Turín, invierno de 1889. Una niebla espesa y húmeda, con olor a carbón y vapor, cubría la ciudad como una extraña penumbra. La Piazza Carlo Alberto vibraba con el rumor metálico de los tranvías, un pulso industrial que marcaba el tiempo de lo que parecía una nueva era. Telmo León Aristide Seitwan, había viajado desde Brañavara, una parroquia de la lejana Asturias. Su tierra natal era un tapiz verde de llanuras sembradas de maíz, cercadas por las laderas del monte de la Garganta, donde aún brillaban los neveros recientes. Durante cuatro años, una obsesión lo había consumido: cosechar el maíz de forma mecánica, domar el vapor para liberar a su gente. Llevaba días inmerso en los talleres de la firma "La Società Il Vapore e il Ferro", empeñado en el diseño de una cosechadora capaz de segar aquellas llanuras, que para él eran mares dorados. Su propósito era radical: integrar el nuevo mundo industrial para abolir la vieja esclavitud, prescindir de los cuerpos doblados sobre la ti...

ESPLENDOR EN EL MAJUELO.

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Lo poético. El sol apenas despuntaba en la amanecida, cuando los hombres de Arrumias del Fuego Santo ya estaban en el Majuelo, encendiendo con cuidado los rastrojos secos. El humo blanco se alzaba en espirales, lento y denso, llenando el aire de un olor familiar, a campo viejo y ceniza fresca. Al fondo, ya en el valle, todo estaba lleno de  de hiladas de cepas que casi se perdían en el horizonte.  Los chavales, ya esclavos del campo, mirábamos con los ojos brillantes de curiosidad, desde la linde, fascinados y algo temerosos. Aquello parecía un rito ancestral: el fuego corría ligero sobre la hierba alta y seca, los mayores, con azadas y ramas verdes, lo contenían, domándolo como a una fiera que sólo ellos sabían manejar. No se trataba de destruir, sino de preparar. El fuego abría paso a la vida: donde antes había monte bajo, jaras, matorral bajo de brezo, pronto habría surcos rectos y oscuros, esperando la semilla. Después vendrían los arados, el estiércol de las cuadras, el c...

EL CUARTO DE PENROSE.

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  Aquella mañana, Ramales de la Luz, un pueblo blanco del interior alicantino, parecía dormitar ya, bajo el intenso calor de agosto. Las calles estrechas, empedradas y empinadas, se entrelazaban como venas antiguas, flanqueadas por casas encaladas con geranios rojos y buganvillas que colgaban de los balcones. La plaza mayor ofrecía un respiro: una fuente de mármol blanco oscuro, que vertía agu cristalina, dejaba escapar un murmullo constante que parecía ralentizar el tiempo. Sobre el cielo, azul y diáfano, los vencejos trazaban figuras imposibles en zig zag, cortando el aire con chillidos lejanos que se confundían con el rumor del agua. El calor se filtraba en la cal levantada, en cada grieta de las fachadas, y hasta el viento parecía aquella mañana lento y agotado. En las afueras del pueblo, rodeada de naranjos, cipreses y algarrobos, se erguía la "Clínica Donoban", un edificio sobrio de muros blancos y ventanas estrechas selladas con una red de poliester , donde el silencio...

LA PARADOJA DE CRETA,

  Gubia en mano, la madera canta un verso tallado, lento y profundo, donde el bloque de un mundo lo que en relieve es, el papel canta. En el plano de Euclides, la mente se eleva, las paralelas viajan sin tocarse jamás, un axioma que afirma la paz, un mundo de reglas que no se quiebra. Pero en Creta, la voz se enreda, "Todos los que viven aquí están locos", y la verdad, en espejos rotos, en un círculo extraño se enreda. Gödel le dio al verbo un número, al pensamiento una cifra, un signo, y el dígito, de su esencia digno, pudo hablar de su propio rumbo. En Escher, la escalera al cielo, la mano que dibuja a su hermana; en Bach, la fuga que regresa, el tema en un bucle eterno. Y en esa danza de un gran misterio, la lógica y el arte se encuentran. El sistema que a sí mismo inventa, el yo que de sí mismo nace, en un bucle eterno y grácil, un poema.

CONTRAPUNTO DE BACH.

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  I En la crisálida del sueño, los hilos del tiempo se doblan, como notas que se reflejan, como ramas que no se rompen. II Como ramas que no se rompen, como notas que se reflejan, los hilos del tiempo se doblan, en la crisálida del sueño. III Una melodía avanza, otra retrocede en silencio, y entre ellas surge un eco que conoce lo que será. IV Que conoce lo que será, y entre ellas surge un eco, otra retrocede en silencio, una melodía avanza. V Anacrónicos, repetitivos, como agua que vuelve al río, como acuarelas que se mezclan sin perder su esencia primera. VI Sin perder su esencia primera, como acuarelas que se mezclan, como agua que vuelve al río, anacrónicos, repetitivos. VII Memoria latente de infancia, susurros de manos que cuidaban, se despliegan otra vez, y nos vuelven a proteger. VIII Y nos vuelven a proteger, se despliegan otra vez, susurros de manos que cuidaban, memoria latente de infancia. IX Cada sueño es incompleto, como teorema que se...

EL PRIMO Y LAS ESTRELLAS.

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El primo no pregunta. No hace cálculo ni espera turno. Se levanta solo, indivisible, como un astro que brilla en un cielo numérico. Mientras las estrellas titilan pidiendo historias, mitologías, el primo guarda silencio. No busca razones, no imagina futuros. Su rareza es costumbre, su soledad, exactitud. No necesita filosofía, porque ser primo es ya su filosofía entera. Y en la noche infinita de los números, cada primo es una chispa que arde sin preguntar por qué.

ÁRBOL.

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Veo un árbol.Tú ves ese árbol. La luz es la misma, la distancia igual, pero cada hoja lleva un secreto distinto en mis ojos, en los tuyos. Intentamos nombrarlo, medirlo, encerrarlo en palabras, líneas, fórmulas… pero siempre se escapa un suspiro, un matiz que no cabe en ningún diccionario, un color que sólo existe en nuestra mirada. Definirlo sería robarlo, sería decir que el mundo se pliega a un lenguaje. Pero lo que vemos es libre, y esa libertad nos pertenece solo a nosotros, como un instante que nadie puede replicar. Lo que veo no cabe en palabras; lo que ves no cabe en las mías. Cada mirada es un instante único, un secreto que solo nos pertenece.

BOTELLA DE KLEIN.

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  El sol era un puño de fuego golpeando la nuca de las gentes de Aldea del Duque. No había polvo ni aire: todo era costra, igual que un leve sudario reseco que se pegaba al cuerpo como si quisiera disolverlo y hacerlo invisible. A las cuatro de la tarde, el tiempo parecía confundirse con un espejismo, vapor que ascendía en sombras transparentes que huían despavoridas. Pesno de Aldua —el borracho oficial con nombre de leyenda muerta— se arrastró por la plaza. Cada paso no era un movimiento, sino la representación fallida de lo que en algún momento se llamó el ritmo de la vida. Entró en La Parada del Carro. Dentro, el aire era más fresco, como si la desesperación hubiese encontrado allí un lugar donde guarecerse. Arsenio, el cantinero, lo observó sin asombro: sus ojos ya habían atravesado todos los finales posibles, y ninguno era distinto al de otros días. Pesno se desplomó apoyando los codos sobre la barra: era un montón de trapos, sudor, una derrota que aún respiraba. —Arsenio… —s...