HAPPY MEALS.

Hoy era el día. En el día de hoy, es el día, hoy era el día, en el que Superman no sabe por qué vuela el muy cabrón. Un día sin mucho norte, sin sentido, sin siquiera un sol que se atreviera a brillar. El aire pesaba como plomo. Y Superman, ese hijo de Satanás, seguía volando sin ningún destino. ¿Por qué? Esa era la pregunta que me taladraba el cráneo. ¿Qué absurda necesidad de trascender cuando todo está a punto de desvanecerse? Su estúpida capa roja ondeaba en un cielo que ya no merecía ni una sola pincelada de color para poéticamente estremecerse. Nos habíamos metido cuatro Happy Meals entre pecho y espalda, porque se acababa el mundo. Era ya oficial, un cataclismo anunciado a bombo y platillo para las ocho de la tarde. Queríamos adelantarnos, suicidarnos con el sabor sintético de la felicidad juvenil. Ella, con su boca manchada, me pasaba juguitos de kétchup y restos de patatas fritas, como si fueran sacramentos de un ritual pagano. Y yo, descalzo, le frotaba mi pie contra s...