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CUERNOS

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Sé que no hay ningún medio científico que pueda demostrar la relación entre los procesos llamados emocionales o anímicos con nuestra parte orgánica, -somática-, en otras palabras, nuestro ser corporal. Lo cierto es que llevo varios meses con desordenes en mi piel, en la zona frontal derecha, se me enrojece con suma facilidad en momentos determinados del día, desapareciendo, no sé por qué circunstancias aleatorias, a los pocos instantes. Los especialistas le han llamado roseacia, sin ninguna causa orgánica aparente. Lo malo de todo esto ha empezado a partir de semana santa de este año –ahora estamos en Junio-, cuando empecé a tener la sensación clara de que en mi parte frontal había dos bultitos incipientes. Al principio llevaba mi mano a la frente sin tener la más mínima señal en mi tacto, de que allí no había nada anormal. Empecé a sospechar entonces, que algo fuera de natura me estaba sucediendo, porque mi comportamiento estaba cambiando entre la extrañeza y el pánico que me embar

LOS ALGORITMOS DE FRANCES HAUGEN.

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  En los años 90 del siglo pasado comencé a pensar cuanto de vida real le podríamos dar a un algoritmo, cuanto de sentimiento, cuanto de ilusión, cuanto de esperanza, que briznas de alma podríamos darle a un algoritmo para plasmarlo después en un elegante programa informático. En aquellos años la cantidad de alma de un algoritmo dependía directamente de la potencia de almacenamientos de datos, y la mucha más dependencia con la capacidad de procesamiento de esos datos. Hoy, en este 2021, los dos baremos fundamentales para que un algoritmo tuviese algo de alma se empiezan a cumplir. Las unidades de almacenamiento ya empezamos a contarlas por cantidades enormes de Yottabytes, en Centros de Datos que devoran cantidades ingentes de energía. Las velocidades de procesamiento de una CPU de andar por casa dan escalofríos. La transmisión de datos por fibra óptica es exponencial. Pero, sabes, la ingenua niña Frances Haugen sale ahora a preguntarse por el alma de los algoritmos. Sí, sale a la voz

EL PASO DE LAS TERMÓPILAS.

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  Llevaba cuatro años abundantes labrando las huertas del Cajigal, una franja de tierra en forma de lengua alargada que daba a la ribera del río Duvia, con agua de torrentera por desnivel, cogida de un arroyo que se despenaba por el angosto monte de Arnais. Agua siempre limpia y fría incluso en la calima de agosto. Podría deciros lo que allí planto, todo lo que una huerta puede dar a la que añadí kiwis y una planta de kakis que retoñó con rapidez. Para llegar al Cagigal tenías que pasar por un estrechado sendero llamado Camin de Ogrovo, de unos veinte metros, que hacia abajo hacían un precipicio de roquedal de cuarzo muy llamativo, y hacia arriba una pendiente de monte bajo con mucho brezo de color del vino. Por aquellos veinte metros no tenías salida a cualquier lugar que mirases. Sí, y por aquel sendero pasaba Breixo de las Fortelas con sus ovejas sardas en su mayoría, alguna texel, en total serían unas ciento veinte cabezas y algún cabrón también. Las llevaba al Cajigal por la parte

PICADURA

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El aguijón me había entrado por el deltoides, cruzado el músculo frontal del abdomen, y haciendo una extraña filigrana hacia adentro me había salido por el recto femoral. Lo extraño de todo esto es que el final había quedado fuera del hombro con forma de empuñadura. El caso es que, cuando me ponía un jersey o una camisa, andaba con aquel bulto sobre la parte de atrás del hombro izquierdo, y por el otro lado el principio del aguijón me asomaba en la zona del fémur, un poco más arriba de la rodilla derecha (esta parte siempre me agujereaba los pantalones cuando caminaba, lo que hacía que al dar el paso se me viese el calcetín de este pie). Tengo que decir, que sentía ligeros dolores cuando me doblaba en la oficina, después de estar un tiempo sentado; también me estorbaba para hacer el amor con mi mujer, no porque fuese doloroso, sino por el miedo que ella tenía de la parte del aguijón, perfectamente afilado, que me salía por la pierna; aunque yo no me cansaba de decirle que no era venen

AVES DEL PARAISO.

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Ayer me di de hostias con otro anciano. Bueno, de hostias no mucho porque no nos acertábamos, y como los dos estábamos calvos tampoco nos pudimos tirar de los pelos. El anciano ese por lo visto se apellidaba Barcia, y le llamé hijo de puta sin pensarlo mucho, y le llamé puto viejo sin darme cuenta de que yo, incluso, era más viejo que él. Se me viene el Cativo al mismo banco donde yo estaba sentado, tomando mi merecido sol. Saca del bolsillo una bolsa llena de lentejas, kikos, maíz, arroz, piñones, pistachos, pipas, manises, coquitos, torreyas, y más que se me olvida. Empieza a esparcirlo por allí, por delante del banco, y como a un minuto, comienzan a llegar palomas, gaviotas y cobardes gorriones a lo que pillaban. Y le digo, solelo, por qué no dejas de tirar esa mierda. A mí las palomas ya se me subían al regazo como a San Francisco de Asís. Mucha bolillera se montó con tanta ave revoloteando a nuestro alrededor. Le dije, oyes capullo voy a avisar a los municipales, y el cabrón sigu

SUERTE.

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  Hacía unos cuatro meses habían sacado al Turko, de más de ocho arrobas, de la Rúa de Recanles hasta el cabo Balea, para darle digno entierro atado a un viejo palier de un Barreiros achatarrado. Aquellos hijos de puta, incluido el Aleixo y el Ánxelo, se iban descojonando del trasplante de pelo que se había hecho el Turko, que parecía una huerta de berzales, como si ya le empezasen  a germinar en toda la cocorota hermosos esquejes. El tiro le había salido por la misma mitad de la cabeza, haciéndole un destrozo en toda la plantación capilar. Para qué le valió a este hijo de puta estar más riquiño -se descojonaba Aleixo-, mientras los cuatro lo metían en el maletero de un lujoso BMV X1 para llevarlo hacía la costa destino a mar abierto. El juego era habitual a las tantas de los sábados, por noviembre. En el verano la cosa era a la intemperie en alguna casa de la zona de Covelo. Cocidos de cocaína, orujo de hollejos de uva de ribeiro, y tequila DonJulio -el que le gustaba al mal nacido de

TENUE.

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  Posiblemente no haya una devastación completa. Siempre queda cierta esperanza. Yo, como lo entiendo, tenue, así, tenue, conozco pocas cosas.Lo mismo que hay gente que para darse importancia pone cosas en francés,o para darte coba, les dices a esos hijos de puta del Bar Las Peñas, me acabó haciendo un francés,aunque podrías decir que de verdad te acabaron haciendo a ti un griego. Volviendo a eso, mi tío, Esteban Arnaiz Azcárate, siempre me decía mientras herraba caballos, los franceses fueron unos cobardes siempre huyeron de Rusia, se fueron de España, y partieron la mitad de Francia para Hitler. Qué cabrón era el Esteban, un especialista en tendales, coñorasta insaciable que a todo lo que tenía pelo le daba lengua. De tenue, pues como que no, no sabría decirte. Lo dice Bladimiro, que es poeta. Lo usa así, a cada poco, porque es un sonido de acabar cosas, como leve. Tan hermosa la palabra. Yo vuelvo a mi tío. Decía el fulgor del atardecer, mientras herraba mulas de tiro. Nunca vi cosa

ATARDECER.

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Mientras me masturbaba en la galería aprecié que habían llegado las primeras golondrinas. Las veía allí arriba zigzagueando vertiginosas, sobre un azul claro poblado con alguna nube transparente, y una leve tonalidad a ópalo. La paja me costó bastante. No por falta de ganas, sino porque en la imaginación necesaria para el esfuerzo surgían pensamientos deslavazados. Al final me decidí por aquel tan persistente del pajar de Arnillas, cuando bajó la Natividad, la mujer de un protésico de Fornías -siempre salida-, que estaba gorda, pero aún dura, que ni te imaginas, y la entré por atrás a unos tirones terciados y justos, dándole una y otra vez a tope, -que de aquella podía-, hasta que me corrí como un cerdo gordísimo de yorkshire. Con mi Nervina siempre estamos merendando bocadillos de caballa, xarda azul del Cantábrico, conservada en aceite de girasol. Ya somos de besamos menos. Yo muchas veces me excito observándola cuando se sienta a cagar en el baño por la rendija que deja la puerta