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Mostrando entradas de octubre, 2025

MI DORITA LA SUPERMASIVA.

  Se volvió supermasiva mi Dorita, tan densa de ternura y de misterio, que el espacio entre nosotros se curvó hasta hacerme caer en su mirada. No hubo velocidad de escape, ni luz, ni pensamiento que pudiera huir. Su voz —como una supernova lenta— me quemó los miedos hasta el núcleo. Crucé su horizonte de sucesos sin querer regresar. En su centro, donde el tiempo no pasa, sigo girando, enamorado, como el primer día. Allí el amor no pesa: se comprime en la eternidad.

DESAZÓN.

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                                                                    El Principio de la Incertidumbre también se aplica al Alma. No hay observador neutro en el espíritu. Cuando uno intenta medir su tristeza, la tristeza cambia de lugar. Cuando uno busca el origen del vacío, el vacío se disfraza de pregunta. El alma humana, como el electrón, no habita un punto, sino una nube de probabilidades. A veces vibra cerca del amor, otras se escapa hacia la frontera del miedo. El pensamiento recursivo se mira a sí mismo y, al hacerlo, se descompone en infinitas versiones de sí. No hay certeza posible en ese laberinto; solo la danza del quizá. El cosmos y la mente son dos espejos enfrentados, y en su reflejo interminable se borran los contornos del yo. Lo que llamamos “yo” no es más que la interferencia entre lo que fuimos y lo ...

SOMOS ONDAS.

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  No somos piedra ni carne ni tiempo, sino el eco de una vibración antigua. Antes de que hubiera ojos para ver o bocas para pronunciar, ya temblaba la energía en el silencio primordial, una onda pura que, al expandirse, se soñó a sí misma en forma de galaxia, estrella y pensamiento. Cada átomo de nuestro cuerpo fue una vez luz, luego polvo estelar, y después molécula que aprendió a latir con ritmo propio. Ahora esas ondas, organizadas con delicadeza, se miran al espejo y se reconocen: yo soy esa vibración que siente . No hay bordes ni principio. La vida es una interferencia pasajera, una sinfonía en la que cada nota dura lo que un parpadeo cósmico, pero su resonancia —su esencia— no muere: solo cambia de frecuencia, solo se dispersa en el tejido inmenso del espacio-tiempo. Somos el canto de un universo que vibra, ondas conscientes del mar que las mece, fugaces y eternas al mismo tiempo.

NEUTRINA EN EL CUARZO.

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  Nadie la vio venir. Casi sin masa. No tenía peso ni sombra. Era una vibración tan leve que ni la luz la reconoció como hermana. Atravesó el espacio como si el vacío la estuviera soñando, y al llegar al cuarzo —esa catedral inmóvil de sílice—, no se detuvo. Las redes atómicas, los nudos del tiempo cristalizado, todo se abrió ante ella como un pensamiento que se disuelve. No rompió nada, no dejó rastro: solo un estremecimiento minúsculo en la memoria de la materia. Si el cuarzo hubiera podido sentir, habría jurado que algo lo había atravesado sin tocarlo. Ella siguió su viaje, sin nombre, sin destino. Una partícula en reposo absoluto que, sin embargo, no había aprendido todavía a quedarse quieta.

EL COLCHÓN.

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Hay poca belleza en lo que se pierde. Aunque nada se "pierde" del todo, solo cambias de estado. El universo, debes entender, no está tan lejos de ti; tú también eres parte de su memoria suave, vibrando en el horizonte de lo invisible. Nunca mi cabeza, limitada por la parte neuronal que me tocó en suerte, pudo concebir que, al cruzar el umbral del bazar Shun en pos de un mero artefacto de confort —un colchón de prometida densidad viscoelástica—, en realidad estaba suscribiendo el contrato para mi propia aniquilación experimental. La intuición me fue negada con una precisión cruel. No tuve de ese hecho  futuro ni una leve premonición paranormal que me pusiese de sobreaviso para el acontecimiento vital que se acercaba. --Me llamo Eriberto, y aún no sé que dentro de unas horas me voy a morir . Mi condición está definida por una pulsión atávica hacia un guiso: los calamares en su tinta. Un manjar que no despierta un recuerdo, sino la memoria ancestral de lo que fue mi madre cocin...

DOMINGO

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  El domingo se desplegó con la inconsistencia de un dios caprichoso. El cielo, lejos de cualquier acuerdo con mis anhelos, se mostraba esquivo: por momentos, un azul despreocupado hacia poniente, salpicado de nubecillas inocentes en la cúpula celeste; horas después, o quizás simultáneamente en la percepción de mi hastío, una tonalidad grisácea y livida teñía todo lo visible a través del hueco que hacía las veces de ventana. Ahí me apostaba, con los brazos encogidos y apoyados en el frío alféizar, contemplando el ir y venir de los camiones de descarga como si fueran fósiles de un tiempo muerto. Era el espectáculo de lo mismo, de lo que siempre ocurre y, por tanto, de lo que nunca llega a suceder de verdad. Al volverme, exhausto de un paisaje que se repetía hasta la náusea, Ella estaba allí. Sumergida en la aridez de sus nóminas del súper, sentada sobre la cama como una extensión más de la indiferencia del mundo. Se lo dije, repitiendo la pregunta que desde hacía días se pudría en e...