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EL HOMBRE PREPUCIANO.

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  Vamos a explorar una idea simbólica o psicológica del prepucio como una metáfora de la vulnerabilidad, la virginidad, o incluso una especie de pureza no solo física, sino también mental y emocional. En este sentido, lo llamaré un "hombre prepuciano", que podría representar a alguien que no ha sido "iniciado" en experiencias sexuales. o que mantiene una relación especial con su propia inocencia, deseo o sumisión. La fantasía de ser dominado por una mujer en este contexto podría vincularse con una exploración de poder, entrega y deseo reprimido. Si lo ves desde un punto de vista existencial, tal vez esté relacionado con la idea de conservar algo esencial dentro de ti, una parte intacta que todavía no ha sido tocada por ciertas experiencias de la vida. ¿Pero cómo un "hombre prepuciano", puede encajar esto? Cuando sus movimientos pelvianos tengan una reccion fantastica. Cuando ella con presteza con su mano que coge tu pene y lo enfila con su vagina, dejando...

ABISMO.

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  Le había dado por ir solo, más que nada para quitarse el miedo de sus pensamientos. Se había puesto el arnés como si fueran los calzoncillos que se ponía al levantarse: ajustado sobre las ingles, cruzado sobre la espalda sin dobleces, la presilla atada al pecho y el mosquetón a la espalda, con el tramo de cordino atado y calculado hasta llegar justo al ras de la torrentera y aquel extraño islote de arena. Pasó las dos cadenas por el perfil del quitamiedos y miró la arcada del puente, contemplando el precipicio que se abría entre los bordes del arbolado. Permaneció allí de pie unos instantes. El sol ya estaba alto; se escuchaba el sonido del agua en el barranco y el vuelo de alguna ave que cruzaba despistada. Él estaba allí, de pie, con un miedo inmenso. Con los ojos cerrados, intentando no mirar el vacío, levantó levemente los brazos, como si fueran las alas de un azor. Sin desplazar los pies, con un mínimo impulso, se dejó caer al vacío, completamente estático. Fue algo inmediat...

MARIQUITA

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  -Precipitadamente, durante el camino pensamos qué dirección tomar. No sé lo que me quería decir la mariquita, pero estoy seguro de que traía un mensaje para mí. Que encuentres una mariquita a la hora de cenar sobre los azulejos blancos no quiere decir nada. Yo no me supuse nada. Yo no elucubré nada sobre la mariquita. La mariquita estaba allí, con un poco de sus alitas fuera, como si quisiera emprender el vuelo. Al mirar hacia arriba la vi por casualidad: era un puntito rojo, una manchita diminuta, un bichito. Pero era una mariquita. Me dije, pensé para mí: "Mira dónde hay una mariquita que va orientada hacia el nordeste". A mí no me gusta matar a nada que se mueva por sí mismo. Algún mosquito maté algún día. Maté muchas truchas. Algún día no sé si vi matar algún hombre. No recuerdo cuántos animales habré matado, intencional o descuidadamente. Aquel día, la mariquita estaba allí por un propósito. Era un mensaje divino. De mariquita. De este día, no de algún día. De ese día ...

CLARIDAD.

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Es una paradoja de la existencia que, ahora, en este reposo, me venga a la memoria aquel tiempo en que tenía tanta memoria. Recuerdo cómo mis conocidos se extasiaban cuando les recitaba, de carrerilla, los veinte aminoácidos que conforman las miles y miles de proteínas del cuerpo humano. O cuando enumeraba los reyes godos, también de carrerilla. Algo inverosímil evocarlo ahora, en este cubil de reposo, aún cansado del esfuerzo, a salvo de esa tenue luz que parece emanar de la más agorafóbica eternidad. —Sí, tengo entendido que fue hoy. A cualquier hora, di la vuelta a una coqueta plazoleta llamada la curva de San Jeremías. Por fin, algo que me ataba a la realidad más precisa. Bueno, precisa no: era la realidad. San Jeremías era la plazoleta donde vivía, y le di la vuelta lentamente hasta llegar a un portal enladrillado, muy estrambótico, decorado con azulejos llenos de motivos árabes. Esto quiere decir que, poco más tarde de cualquier hora, ya estaba frente a mi puerta, pintada de un v...

SOL.

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  Golpearon la puerta de mi habitación con una urgencia apocalíptica. Al abrir, me encontré frente al mismísimo Edwin Hubble, la leyenda hecha carne. Su rostro reflejaba una gravedad indescriptible. Yo no tenía ningún deseo de escucharle, pero algo en sus ojos penetrantes me obligó a dejarle pasar. Con la parsimonia de quien carga el peso del universo, Hubble se sentó frente a mi ventana. Su dedo índice apuntó hacia el cielo, hacia el infinito, mientras su voz, grave y lenta, rompía el silencio: —El Sol ha explotado. Mi mente se negó a procesarlo. Pero él, impertérrito, abrió un cuaderno y comenzó a garabatear cálculos frenéticos, fórmulas incomprensibles que parecían destilar la esencia del cosmos. Tras unos minutos, se giró hacia mí, clavando su mirada en la mía. —Si la gravedad se propaga como una onda electromagnética —dijo, su voz cargada de una certeza aterradora—, y su velocidad es de 299.792 kilómetros por segundo, entonces tienes ocho minutos y veinte segundos desde el ins...

ESTIÉRCOL.

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De lo que a veces intentas huir cuando recuerdas. Qué fascinación hipnótica ejercían en mí aquellos insectos de guerra. Los escarabajos peloteros moldeando bolas de estiércol bajo el sol despiadado de agosto, con una devoción ciega, casi mística. Eran guerreros condenados, sus corazas negras destellaban como armaduras, avanzando con obstinación suicida hasta que el cuerpo les fallaba y quedaban inertes en el polvo seco. Era un niño de campo, un salvaje. Cuando iba a gatas, me llamaban “cacadevaca” cada vez que mi curiosidad me empujaba a tocar, a oler, a hundir los dedos en los montículos parduzcos donde ellos danzaban. Cuando agosto agonizaba, las tardes eran largas y pesadas, como si el tiempo mismo se derritiese en la brisa ardiente. Las contraventanas cerradas encerraban un calor pegajoso, sofocante, pero yo huía al exterior, a la frescura áspera del estiércol seco, escarbando en busca de mis criaturas mágicas: escarabajos, ciervos voladores, moscas de un verde metálico. Era un di...

DOLOR

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Era propiamente poco después del amanecer, cuando decidí coger de nuevo mi antiguo Mercedes Benz, un viejo SL de bien entrados los años setenta, para irme, destemplado por el frío, a un lugar llamado Villar de Ancio. Llegué a Villar después de conducir durante unos treinta minutos por una autovía con escaso tráfico, y varios túneles repetidos y equidistantes. Había un amanecer bien entrado, despejado y generoso en rastros rojizos horizontales sobre unas montañas suaves aún no visibles del todo por la penumbra. Me mantuve con cierta disciplina al volante, con aquella sensación que me venía en forma de pulsión desde la entrepierna debido a mi exceso prostático matutino. Llegué a las ocho y media de la mañana y decidí aparcar directamente delante de la plaza de abastos. La campanita del reloj de la puerta de entrada de arco en forma de oliva, estaba dando los tres badajitos de las medias. Había dos perros con los culos juntos, de esa forma en que no pueden salirse una vez acabado el coito...

AGITADO CORAZÓN EN MIS OÍDOS.

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Cuando murió mi gato se me pasó por la cabeza tirarlo al contenedor de inertes, pero fui hasta allí con mi gato metido en una bolsa de plástico negra, y al abrir el contenedor lo vi repleto de conchas de mejillones y restos de bacalao al pil pil, y me dije, no, mi gato no puede ser tirado ahí y triturado con todo eso, recuerdo, era por la noche y tuve que mirar al cielo buscando al Dios de los gatos, y no estaba, y me dije: no importa, por el Dios de los hombres yo a mi gato no lo tiro ahí para que lo machaque el camión de la basura entre restos de bacalao al pil pil y conchas de mejillones malolientes. Cogí a mi gato, ya sabes como van los gatos muertos dentro de una bolsa, encogidos, las piernas de delante juntas a las piernas de atrás, como si fueran corriendo por la selva, y resulta que mi gato no corría, estaba muerto. Yo sé, que tener lástima por mi gato, de esta forma que os cuento, es pasarme un poco. Ayer, por ejemplo, en la cola del paro me hice tres amigos. -los llamaré los ...