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EVA Y LA SERPIENTE.

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  Me envolví por ella desde los pies. No fue una elección, sino algo inevitable, como si el magnetismo que nos unía hubiera decidido por mí. Su presencia era un campo de fuerza, un imán que atraía cada partícula de mi ser. Más arriba, había una boca. No una boca cualquiera, sino una que parecía contener todas las palabras no dichas, todos los susurros que nunca llegaron a mis oídos. Era una boca que prometía respuestas, aunque nunca las pronunciara. Dar tantas vueltas y vueltas alrededor de ella me producía un mareo dulce, como si el mundo girara a su alrededor y yo fuera solo un satélite atrapado en su órbita. ¿Cómo explicar lo que es una longitud infinita? ¿Cómo describir la sensación de que algo no tiene principio ni fin, de que siempre estás en el medio, en un punto que nunca es el último? Era como sentir el paso de cosas diminutas, partículas de tiempo y espacio que rozaban mi piel sin detenerse, dejando un cosquilleo que no se iba, que se quedaba ahí, como un recordatorio de ...

EL FUEGO FINAL.

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  Casi en silencio, las llamas lo destruyen todo. No hacen distinción entre lo frágil y lo robusto. Avanzan con una indiferencia perfecta, devorando sin prisa pero sin pausa. Es un espectáculo para aprender, para entender cómo todo, al final, se reduce a cenizas. Me quedo sentado, los codos apoyados sobre la mesa, observando. Otra vez. Siempre es así. Mi vida ha transcurrido en varias posturas: sentado, de pie, acostado. A veces, de pie entre dos intervalos en movimiento, como si el mundo fuera un péndulo y yo un punto fijo en su oscilación. Si te fijas bien, siempre es lo mismo: o sentado, o de pie, o acostado. O empujado. No hay otra forma. Excepto cuando camino en círculos. Caminar en círculos es diferente. Es como si el tiempo se enroscara sobre sí mismo, repitiéndose una y otra vez hasta que el descanso llega, mucho más tarde, cuando la inercia se agota y el cuerpo cede. Pero incluso entonces, incluso en ese momento de quietud, hay algo que no termina del todo. Algo que persis...

AGUJERITO.

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  Veo a mi Santa a través de este "agujerito" del cielo, un claro entre nubes que se retuercen como tripas, como esas que ves desde la ventanilla de un avión, cuando el mundo se reduce a manchas blancas y azules. La veo, sí, subir cargada con sus bolsas de la compra, arrastrando el peso de la vida cotidiana en cada paso. La escucho hablar, decirle a la Paulita que, desde que su hombre la tocó, ya no necesita que nadie más la toque. "Me tocaba muy bien", dice, con esa seguridad que solo da el placer bien entregado. "Muy bien. Tan bien que no hace falta que nadie más ponga sus manos donde él las puso. Fijo que no van a acordarse de todas las esquinitas, de todos los rinconcitos que él conocía tan bien". Y la veo, con esa lentitud que parece desafiar el tiempo, avanzar hacia el segundo piso. Aún tiene las carnes prietas, aún lleva en los ojos ese brillo que delata algún deseo escondido, algún recuerdo que no se ha apagado del todo. Y yo la espero aquí, en est...

GALLINAS.

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  Ya te digo que a mí los pensamientos me hablan. No esos pensamientos pensados, rumiados, que acaban por enredarse en la cabeza como hilos viejos. No, los buenos son los que llegan solos, los que te susurran al oído lo que tienes que hacer, como si alguien más los hubiera puesto ahí, listos para guiarte. Hace cuatro días, en el ferry que venía de Tánger, me encontré al Terracillos. Traía la cara reventada, como si le hubieran pasado por encima un camión de arena. Resulta que las ponedoras que vendió en el Barrage eran, en su mayoría, gallos. Ni un puto huevo en seis meses. Los moros, desesperados, decidieron cobrar en especies: le dieron de hostias hasta que la deuda quedó saldada. —Mi estrategia de vendedor es lo que te digo —me soltó, mientras se ajustaba el cuello de la camisa, como si con eso pudiera esconder los moretones. La estrategia es que no hay estrategias. Eso lo tengo claro. Pero mientras me la sacudo en un lavabo de mala muerte, con las paredes manchadas de humedad y...

LUZ AZULADA.

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  Recibo por dos ventanas del frente una luz azulada, difusa, como si el mundo exterior se hubiera sumergido en un acuario. Aún no sé muy bien qué hora es. El tiempo parece haberse estirado, deformado, como si alguien hubiera olvidado darle cuerda al reloj. Ayer me aumentaron la medicación a tres pastillas. Tres. Cantidades industriales de Nortriptilina que ahora navegan por mi sangre, intentando calmar algo que ni siquiera sé nombrar. Mi labio inferior se ha hinchado, dimensionado de una manera extraña, con un rastro de humedad persistente en la comisura derecha. Lo noto frío, ajeno, como si ya no fuera del todo mío. Cada vez me cuesta más expresar lo que siento. Las palabras se me escapan, se deshacen en el aire antes de que pueda atraparlas. A veces me pregunto si llegará el día en que no pueda decir nada significativo, nada que me describa, que me defina. Y entonces, ¿qué? Si no puedes describirte, ¿sigues existiendo? ¿Formas parte de algo, o te conviertes en un fantasma, en un...

ÁGUILA.

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  El hijo de puta del cuarto D tiene el lomo tatuado con un águila que se mantiene en pie y alerta sobre unas espaldas inmensas. Un águila que parece vigilar, desde su piel, todo lo que ocurre en este edificio de paredes delgadas y miradas gruesas. Sabes. Pero yo quiero rajarlo. Quiero meterle la hoja de venteo que tengo de una navaja mediana de Taramundi, afilada como el rencor, hasta donde le llegue. Dejarle entrar el aire para que ventile la "patata", como dicen por aquí. Para que sepa lo que es respirar con el miedo pegado a las costillas. Mi Dolores ya me lo dijo dos veces. Dos veces, con esa voz que tiembla entre el enfado y la vergüenza. "Se asoma por la ventana del salón al patio de luces", me contó, "y coge las bragas escuálidas de su parienta. Las huele, las mira con esa sonrisa de conejo, mientras yo retiro las mías, hermosas, a lo XL, del tendal". Y sí, las de mi Dolores son hermosas. Grandes, como todo en ella. Como su risa, como su rabia, com...

QUÉ SERÍA.

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Me apetece siempre poner qué. Qué sería de todo esto, de todo lo que nos rodea, si no existiera el qué. Qué sería del mundo sin preguntas, sin esa inquietud que nos empuja a buscar respuestas en los rincones más oscuros de nuestra existencia. Qué sería de mí sin ti, sin esa luz que parece surgir del abismo y que, sin embargo, me guía. Debes de llevar tiempo ahí, preguntándote. En silencio, en la penumbra de tus pensamientos, donde las palabras no alcanzan pero los sentimientos arden. ¿De qué forma llegará el final? ¿En qué situación nos encontraremos cuando todo se desvanezca? ¿Con qué palabras darás hoy esa noticia, esa verdad que duele pero que es necesaria, como el aire que respiramos? Un día, alguien abrirá nuestros cementerios y les llamará catacumbas. Serán lugares olvidados, laberintos de huesos y memorias que nadie recordará. O quizás no. Quizás estaremos en el humo que queda al quemarse las flores, en ese aroma efímero que se eleva hacia el cielo y se pierde en la nada. Seremo...

SECRETO.

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  Cuando tenía cuatro años, mi madre solía posar mi cabeza sobre su regazo, un refugio cálido y suave donde me perdía en el sueño al instante. Sus pechos, enormes y reconfortantes, eran mi consuelo, mi lugar seguro. Sentía el calor de su piel, el movimiento rítmico de su respiración, el eco lejano de su corazón latiendo. En aquel regazo, el mundo exterior desaparecía, y no había lugar para el miedo. Yo estaba profundamente enamorado de mi madre. Con el tiempo, aquel amor inocente se transformó en algo más oscuro, más extraño. Una anomalía me marcó para siempre: desarrollé una lengua bífida, un prodigio que se enrollaba en espiral sobre sí misma. Besaba siempre dos veces, como si mi boca llevara consigo un destino doble. En condiciones normales, mi lengua medía cinco metros y veintiocho centímetros, una extensión que arrastraba por los pasillos de mi casa como una serpiente inquieta. Pero en lugares públicos, en transportes urbanos abarrotados o aglomeraciones humanas, mi lengua cob...