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ABSOLUTAMENTE.

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Me huelen las manos a neumáticos Michelín, a perejil, y a tu conejo. Absolutamente. Me huelen a ponerte la mano por atrás, a sujetarte en el metro, y en la puerta del hospital, a esperarte y a cogerte la bolsa en el Mercadona. Me huelen las manos a ponerlas levantadas y abiertas sin esperanza, me huelen las manos a apretarte; y me las huelo, mientras me siento en la sala del dentista, acojonado, poco hombre. No sé de qué morirme, no sé si de velocidad, de inmensidad, de dolor, de viejo, de joven. Absolutamente. Y vuelvo a oler mis manos con rastros de aftershave , de que estuvieras tú antes del amanecer señalada por mi dedo. Te quiero tanto que solo  huelo a ti cuando voy a buscar la dosis en un erre cinco , al estilo Picapiedra. Y se me parte el alma de tanto paisaje dado la vuelta porque es ya Jueves. Sé que estarás preguntando por mi, cuando me muera lentamente. Siempre. Escondido tras un muro de tablas deshechas. Siempre. Al alba, como los poetas cobardes. La cabeza en mis rodill

Y LLENO DE SOLEDAD.

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…y lleno de tanta soledad. …y lleno de  tanta prisa y tanta soledad, que me puse a comer una granada, pausadamente. Me dije que la galaxia más lejana y visible está a diez seguido de veintiséis ceros, medidos en metros. He de darme prisa desmenuzando la granada, he de reunirme en un ojo humano, en el ancho de una moneda, en el hueco de un cabello, en la inmensidad de un ribosoma, en el laberinto de una doble hélice de ADN; hemos de salir desde la altura de un hombre, y seguiremos el camino del rastro de una hormiga. La soledad tenía un amanecer hermoso. Dibujado Hércules con unos brazos muy grandes, arropando montañas indefinidas, llenas de tanta soledad en el medio de la prisa. Por el felpudo se agitaba un mundo finito, lleno de mundos infinitos, mi pie desnudo arrastraba, sin piedad, ocasionaba medidos cataclismos, pisoteaba universos llenos de amor. Sí, sin piedad, fatalmente… …fatalmente, me encuentro fatal de tanto pensar la vida. Ella  por el pasillo con sus trenzas y una dia

NO SÉ CUÁNDO.

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Hay acontecimientos que olvidas, pero de repente, cuando estás de camino a ningún sitio, los recuerdas sobrepasando nuestro entendimiento. Turbándonos. Esos recuerdos turbadores, esos recuerdos que nos hacen apretar las manos, apretar los ojos, para no seguir recordando. Me bulle pero lo dejo correr. Cuando te derrites eres como una vela, vas a medio centímetro del fuego. Mi padre llegaba con el cinturón en los pantalones y yo tenía tanto miedo que me diluía entre  la penumbrosa luz del desván, una claraboya en forma de ojo de ballena, por la que bajaba un cable de cobre que era la antena de la radio. Mi padre escuchaba la Pirenaica, era rojo , y todos lo sabían, así de inofensivo, y tenía un par de cojones en la cantina a pesar de la guardia civil, amenazante, un cabo rubio al que se le enrollaban los bigotes como los pelos de una mazorca. Y sabes, yo me quedaba quieto. Mi madre, la sumisa, hablaba bajo, y mis hermanas bordaban debajo de una bombilla, y con una bombilla dentro de

TIERRA NEGRA.

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Por los fríos montes de Valdueza al sol parecía que le habían dado cientos de puñaladas, se desparramaba el rojo, y la oscuridad que empezaba a llegar lo iba tapando todo como si fuera tierra negra. -Le di a las luces de cruce. Iba con mi camión Sava “quienientostres”, chasis Barreiros, cara asaetada. El caso, "chacho", es que salí de Ponferrada a las seis de la tarde. Me acuerdo que era enero; un trece para más señas. Tan frío que quitaba el cólera -si no espabilabas con orujo acazallado y un cuarto de café de manga, un guantazo, vamos, te daba-. Llevaba la caja del camión llena de jaulas de varilla, y dentro gallinas, ochocientas sesenta y ocho (exactamente), viejas gallinas sin timoneras, con el culo pelado enseñando la carnada, para el sacrificio. Tenía que estar en Benavente antes de las diez de la noche y descargarlas en una granja llamada El Ponedor, en la zona de los Negrillos. El Sava andaba de puta madre. Nunca tuve problemas. Parecía que llevaba piloto automático.

HASTA LA SACIEDAD.

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He olvidado cuándo lo he olvidado. Intento rememorarlo. Lo intento en todo lo que antecede, en todo lo que me sucede, en lo de arriba y en lo de abajo, en los lados, los cuatro lados, y si hay una tapa sobre mi, también la miro. Rebusco dentro de mi ropa. Algunas veces me paro por si sucede. De sentado, mis manos sobre mi cabeza: cerrados los ojos, abiertos los ojos. Con ese dolor de no encontrar lo olvidado, y ni mucho menos saber cuándo ocurrió el olvido. Siempre había una puerta entreabierta. Siempre. La profundidad de   un pasillo largo. Con los nudillos varias veces contra la puerta. Temerosos los nudillos. Algunas veces pasando la mano sobre la puerta, sólo ese sonido de roce que casi no existe porque es un mínimo gesto. Estaba allí sentado omnipresente. Le dije, sin saludarlo,   lo traía en la punta de la lengua y se me ha caído. Últimamente todo lo tengo en la punta de la lengua, es como si estuviera tan cerca (casi en mí), pero no está. Detrás e sus ojos la claridad de una

EN LA NADA.

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-Podrías haber sido tú. Son las primeras horas de esta mañana de Noviembre. Un ojo cerrado y el otro abierto y esa sensación borrosa que voy afinando hasta hacer nítida y cercana detrás de leves rastros de rocío reflejándose sobre los cristales. Abro ligeramente la ventana sintiendo un frío repentino, y cuando respiro el vaho se disuelve delante de mi cara. El césped del pequeño jardín comunitario tiene una fina capa blanca de escarcha. Casi veo nítidas los deshilachados de hielo sobre las hojas del césped. Muevo arriba y abajo el rodillo de la mira telescópica para poder alinear el impacto bajándolo levemente dos vueltas sobre los barrotes transversales de un banco. Cuando calibro mi rifle para irme de caza me siento detrás de los visillos y voy apuntando presas imaginarias. Voy dando vuelta lentamente a toda la manzana. Siempre está ahí. Ya me he acostumbrado a verlo, sentado delante del ordenador con un gato siamés al lado acurrucado sobre una silla. Esta secuencia

NO SE OLVIDAN.

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Fue una primera vez. Sí,tuve una bilocación. Esa transportación en que parece que estás en dos sitios a la vez. A este fenómeno se le unía aquella sensación de los días anteriores, en que la escala de Scriabin se hacía perceptible en mis entornos ambientales (sonido armonioso descifrado por colores), a saber: el do era como un resplandor de acero inoxidable, el re un blanco nacarado, el mi el azul más intenso del cielo después de una noche fría; y así sucesivamente con el resto de las notas del pentagrama. Tal era mi desasosiego cuando escuchaba el concierto para trompa número uno en re mayor (kv) cuatrocientos doce de Wolfgang Amadeus Mozart, que la corteza visual de mi cerebro, de alguna forma, excitaba las células receptoras de mi retina, desplegando virtualmente delante de mí un caleidoscopio de colores en tonalidades difuminadas nunca vistas hasta entonces. De los estados bilocados tengo noción desde temprana edad. Recuerdo que mi madre me observaba con cierto

GIRASOLES.

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La muñequita, un nudo de lana y ropitas de sábanas rotas, y unos arces con las hojas rojas que trasparentaban el azul como si dibujaran miles de firmas con lapiceros de colores. Una carretera muy larga por donde pasaban coches cada dos horas, un camión iba lleno de gallinas y era una prisión de gallinas, y los girasoles se daban la vuelta al medio día en aquel sitio en que la carretera era un badén y te podías suicidar cada dos horas si eras muy listo. Yo una vez te vi con una blusita que tenía una pajarita en forma de hélice sobre tu espalda, la blusa era blanca y tenía una mancha de huevo sobre un bordado de una casita que echaba humo; pero no me dejabas tú muñeca cuando subíamos a la carretera, y en la carretera esperábamos a que pasase un coche sobre el único cambio de rasante que había, la carretera venía desde aquello tan lejano que era donde empezaba el infinito. Me llamo (Beni) Benigno. Ahora mismo no estoy haciendo nada, no tengo ganas de hacer nada, no voy