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ENCUENTRO.

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  De qué triste encuentro volví. De verme a mi mismo en el otro que me hablaba, con aquellos ojos que me miraban. Preguntándome. Amigo de siempre, de tardes que no tenían fin. Hablándonos de nuestras cosas, y de increibles entelequias. Pero me dijo que pensaba que ya había llegado, con ciertos días de tolerancia. Más o menos. A donde le habían dispuesto en el camino. Yo me volví con cierta tristeza porque no supe qué decirle. Ante la muerte todo lo que digas es un chance. Ninguna broma con eso. Se te vienen a la cabeza cosas que podrían ser bellas filosofías, pero te las callas. Al volverme pensaba. No en lo absoluto. No en lo trágico. Pensaba. Con cierta desazón. Si mirabas al cielo el gris estaba dimensionado en altura. En las colinas que había a poniente aquello se apagaba. No pude hacer otra cosa. Sabes. A veces me escucho en voz alta. Volver a mi casa y esperar todos esos días. Los que quedan. Por si en uno de ellos sale una noticia que sea con algo de esperanza.

NOCHE.

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  Si me abres en dos encontrarás poco. Hay cosas. A veces me sorprendo cuando me miro allí, por dentro. No deja de haber otro animal que me devora. Y también te digo. Otras veces por la noche viene un duende a interrogarme. No me duermo. Y no me duermo. Espero. Viene a darle vueltas a la vida, como repasando. El animal siempre está allí es un demonio diciéndote que a lo de atrás no le des vueltas. Para lo de adelante, que vendrá si hay suerte, vete razonando según llegue. Luego. A las seis en punto de la mañana llega ese camión sonando a viejo, a cansado. Todos los días. Quejándose. Y a un poco más de las seis también está la luz, como una anunciación, la persiana empieza escribir rayas de caligrafía sobre la pared. Y me digo, he llegado hasta aquí. No te imaginas el esfuerzo. Lo que es otro día. Despido al animal. Le manifiesto. Casi le ordeno. Vete a dormir. Ahí dentro, donde puedas acurrucarte. He de estirarme, como en un impulso. A veces pienso que nos movemos por inercia. Y vamos

TETA.

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Aquel domingo, como de costumbre, no hacía sol. Llovía pausadamente. Cuando entré en la cocina, le dije aquí huele como a neumático y a encerrado. También le dije, hoy tampoco me vas a dar la teta, esto último se lo dije con ciertos arrumacos, con la voz mucho más suave, hasta cierto punto cariñosa. Estaba trajinando sobre la meseta de mármol, moviendo aquellos dos rabitos del mandil que descansaban sobre su amplio culo, trajinaba y trajinaba. Luego sacó de la nevera doce zanahorias, tres puerros, cuatro huevos, tres cebollas, varios brotes de coliflor, y una fiambrera de cerámica de hígado encebollado con una leve capa blanquecina sobre su superficie, como de haber permanecido allí varias semanas, y comenzó a meterlo todo dentro de la cazuela con cierto orden. Cuando acabó de poner todo en el fuego, va y me dice, vente para la silla. La silla estaba de espaldas a la ventana que reverberaba una enorme clarividencia resplandeciente, me dijo, apoya tu cabeza aquí mientras se sacaba su en

ÁRBOL.

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  La mala suerte de aquel árbol que unos garrulos cortaban con una moto sierra, mientras chupaban cigarros en la boca, según se salía de la casa de ancianos La Mansión del Retiro. El último vendaval del martes pasado hizo lo suyo derribando solo dos ramas -se había pensado que aquel roble podía -ahí donde los ves-, ser un asesino de gente mayor. Una monja de Valdevimbre -una hospitalaria llamada Sor Benita-, venía a cada uno para que atrasásemos la hora, cogiéndonos el pulso. Mi reloj era de esos digitales, y, sabes, como para meter yo la uña en aquellos botoncitos, que no podía con ellos, quiero decir. Lo de cambiar la hora para estos años es un tanto simbólico, una hora adelante o una hora hacia atrás nos daba un poco demás, salvo que la Sor nos decía el interés de las papillas a las horas adecuadas, no fuesen a suceder cosas extrañas por lo digestivo. La monja, joven aún, me olía a no sé qué, un perfume de esos sin llamar mucho la atención, al nenuco de toda la vida, y cuando s

COSAS MÍSTICAS.

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  Para que un atardecer te compense tienes que tener un buen ánimo. En la época de Franco casi todos teníamos  frenillo en la polla. Yo a Marcial le enseñé a hacerse una paja cuando hacíamos la mili en la marina en el Ferrol, pero sin cogerle la polla, que yo maricón no soy, me la casqué delante de él. Se extrañó tanto cuando vio salir la leche, que quedó con los ojos como puños, de que de allí, aparte de mexo, nos saliese leche como a las cabras. Te digo que ni nos fijábamos en los atardeceres sobre la ría de la tristeza que había.  Había una plaza redonda, y Franco estaba allí, sobre un caballo enorme, por si pasaba algo. No recuerdo ahora donde estaba aquel bar donde íbamos a tomar mistela, cacahuetes, higos pasos y torreznos. Nos quitábamos lo de marinero y nos poníamos lo de paisano, en una pensión a las afueras de Ferrol, barata, una habitación para tres. Tomando mistela conocí a Catuxa, que por lo visto era de Serantes, y como era fea no ligaba nada y acabó fijándose en un pelón

MARACAS.

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  En aquella época hice un trío llamado los Veracruces. Lo formábamos un negro de Guinea, el Nchama, al que le dimos las maracas, uno llamado Jenaro de Azadinos, con el acordeón, y yo que cantaba como nadie los angelitos negros. Por el verano andábamos a fiestas desde Monterroso por Galicia, la zona del Bierzo por León, o subíamos hasta Navelgas por Asturias. Íbamos a donde nos llamaban con comida y pensión incluida, la mayor parte de las veces repartidos por las casas de los pueblos por donde había fiestas. El repertorio que teníamos era mucho de Antonio Machín o los Panchos, aquella de... quítame su amor porque soy un pecador... Yo a las de Machín les daba aire, la de angelitos no veas, y que decirte de espérame en el cielo..., iba desparrmándose con aquella cadencia por el aire. -Seré conciso a lo que quiero contar, que se me vino ahora. Cuando fuimos por el sesenta y ocho a Ferreiros, un pueblo de Lugo, nos repartieron a las cuatro de la tarde, sábado, de un dieciocho de julio, po

FERRETERÍA.

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Me multipliqué por tres, en un deseo de ser más, para intentar buscar un único tornillo en una ferretería. Allí estábamos unos ocho chapuceros intentando encontrar nuestras cosas, la mayoría ancianos con un quehacer, un tanto ilusionados con la misión. Yo recorrí los estantes llenos de artilugios, todos provechosos. De vez en cuando por los pasillos me encontraba a uno con sus manías, y algo en la mano que valdría, vete tu a saber, para pegar golpes o aserruchar la conciencia. En esta vida. No en otra. Cómo he de explicarte que pasa un tiempo y llegamos a los derribos, a los bailes de desguaces, como si fueras de una colección, a pasar el rato entre flotadores de cisterna y alguna espátula. Ya no te digo martillos, alicates, destornilladores, todo lo que orada, bruñe, y hace agujeros como en el alma. Yo a veces soñaba más para el futuro, como albricias, y hasta me decía has llegado aquí bendecido por la esperanza quizás contando añoranzas, siendo escuchado por una recua de niños, mi s

CUERNOS

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Sé que no hay ningún medio científico que pueda demostrar la relación entre los procesos llamados emocionales o anímicos con nuestra parte orgánica, -somática-, en otras palabras, nuestro ser corporal. Lo cierto es que llevo varios meses con desordenes en mi piel, en la zona frontal derecha, se me enrojece con suma facilidad en momentos determinados del día, desapareciendo, no sé por qué circunstancias aleatorias, a los pocos instantes. Los especialistas le han llamado roseacia, sin ninguna causa orgánica aparente. Lo malo de todo esto ha empezado a partir de semana santa de este año –ahora estamos en Junio-, cuando empecé a tener la sensación clara de que en mi parte frontal había dos bultitos incipientes. Al principio llevaba mi mano a la frente sin tener la más mínima señal en mi tacto, de que allí no había nada anormal. Empecé a sospechar entonces, que algo fuera de natura me estaba sucediendo, porque mi comportamiento estaba cambiando entre la extrañeza y el pánico que me embar