HACÍA ALGÚN LUGAR.

 

De entre todas las etapas de aquel viaje, una persistente impresión se aferraba a mí, aquella sensación de que cada paso me alejaba de aquel origen tan confuso.

En la lontananza no se extendía paisaje alguno capaz de encender una chispa de ilusión; ni una mariposa danzaba en el aire. El polvo se asentaba con indolencia sobre el brezo y las zarzas, testigos mudos de un día insólitamente caluroso en que la mitad de mi mundo parecía teñida de un infinito azul y melancólico.

Henchido de tanto amor, una plenitud casi dolorosa, decidí distanciarme aún más, como si la geografía pudiera aliviar el estado de mi alma. No abundaré en descripciones si conoces la naturaleza de viajar con una carga semejante. Imaginar el recibimiento anhelado: los brazos que envuelven, las bocas que se buscan, la piel en su efervescencia, cada poro un volcán diminuto a punto de erupcionar. Y los aromas secretos que subyacen al perfume declarado. El corazón, un tropel de saltos danzarines, expandiéndose en oleadas de amplitud. El estómago, en cambio, roído por invisibles alacranes de ansiedad.

Mi sexo, a su vez, se humedecía con la marea impaciente del deseo. Cada etapa era una marcha deliberada de espaldas al horizonte de donde provenía la luz, sin más pensamiento que su rostro, un holograma persistente que danzaba una y otra vez ante mis ojos. Su piel, evocada con la nitidez de un recuerdo olfativo, aún perfumaba a aceites de almendra, su fragancia constante. Su ropa, como la primavera recién concluida, retenía un "bouquet" de perfumes evocadores.

Debo confesar que me recreaba en la filigrana de mis pensamientos: la última vez, la penúltima –instantes casi cristalinos– en que sus manos se habían posado sobre mi pecho. Y su peso, exacto, preciso, descendiendo de repente, había aniquilado mi fatiga en el instante preciso en que me estrechó con su intimidad, en otro atardecer, en otro viaje que ahora solo existía en la memoria.