NIÑO.

Recordar ahora, varias generaciones hacía atrás, si alguna vez lloré de alegría, no tiene mucho sentido. Tampoco lo tiene tratar de recordar exactamente con quién la compartí, ni el por qué de tal emoción. Cuando tras muchos años volví, por allí solo quedaban las sombras de una enredadera salvaje que trepaba por un balcón destartalado y abierto, sus hojas atrapando la luz de un sol antiguo, dejando en su tallo un rastro de viejos sucesos. Eran aquellos años de tonos marrón claro, unos años que olían a pan caliente, a infancia felizmente perdida, y a heridas abiertas que aún permanecen, que jamás cicatrizaron del todo. El abandono, la sensación de cósmico vacío, tuvo su primera lección cuando me dejaron solo. Fue un instante en que por fin descubrí el miedo, la súbita consciencia de estar en el mundo sin amarras. Al levantar la vista, los rostros de mi madre y de mi padre aún flotaban en la memoria, detenidos en el umbral de la puerta, observándome con la lejanía de quienes se mar...