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NIÑO.

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  Recordar ahora, varias generaciones hacía atrás, si alguna vez lloré de alegría, no tiene mucho sentido. Tampoco lo tiene tratar de recordar exactamente con quién la compartí, ni el por qué de tal emoción. Cuando tras muchos años volví, por allí solo quedaban las sombras de una enredadera salvaje que trepaba por un balcón destartalado y abierto, sus hojas atrapando la luz de un sol antiguo, dejando en su tallo un rastro de viejos sucesos. Eran aquellos años de tonos marrón claro, unos años que olían a pan caliente, a infancia felizmente perdida, y a heridas abiertas que aún permanecen, que jamás cicatrizaron del todo. El abandono, la sensación de cósmico vacío, tuvo su primera lección cuando me dejaron solo. Fue un instante en que por fin descubrí el miedo, la súbita consciencia de estar en el mundo sin amarras. Al levantar la vista, los rostros de mi madre y de mi padre aún flotaban en la memoria, detenidos en el umbral de la puerta, observándome con la lejanía de quienes se mar...

LOS URALES.

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  Pensaba en mi suerte inmediata. -¿Cuál sería mi suerte? La habitación, un cubo de sombras con escasa luz, se cerraba sobre mí como un ataúd mal barnizado. Afuera, el viento hendía el espacio con filos de brisa invernal. No había nadie más. Solo yo, la ventana entreabierta y aquella sensación que se colaba como un aliento extraño procedente de la intemperie. Era libre de decidir el próximo suceso inmediato. Podía cerrar la ventana, dejar solo una raya de luz en su mínima extensión, como un hilo de vida que se resiste a romperse. O podía dejarla abierta, permitir que el viento irrumpiera sin clemencia, que el frío convirtiera mi piel en estremecimiento. La libertad, al final, era solo eso: elegir entre un gesto y otro, sabiendo que ninguno cambiaba nada. Era libre de imaginar algo irreal. Una mariposa púrpura—¿o era solo un sueño de color?—se posaba sobre mi pecho. Sus alas temblaban, frágiles, como si ya supieran que toda promesa de libertad es una mentira. Qué bien asesinar ...

GRITOS.

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  Nunca he visto que los techos detengan los sonidos. Los techos vibran. Tiemblan como pieles tensas, como membranas que solo simulan ser fronteras. No retienen nada. Tampoco han retenido tus gritos. Ni los que lanzaste cobijado en la sombra de la noche, ahogados entre sábanas, cuando creíste que el mundo era solo un cuarto cerrado y un jadeo. Ni los que escaparon de tu garganta a pleno día, en un cruce de caminos, cuando el sol era una losa y el aire pesaba como plomo fundido. Todos. Incluso los más tenues, esos que apenas rozaron tus labios, como un susurro que se niega a ser palabra. Todos se han ido. No se han perdido. Los gritos de dolor, los de amor, los que nacieron del miedo o de la rabia. El grito que una vez hizo tu mundo más estrecho, más obsesivo, el que te encogió hasta convertirte en un nudo de nervios. Los gritos que te humillaron, los que te escupieron a la cara, imperantes, húmedos de saliva ajena. Todos han trascendido. Han atravesado el techo, la atmósfera, la es...

TÚ.

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  "¡No quiero tu amor burgués! ¡Solo tu coño en mis encías! ¡Y un geranio en el bidé! ¡Y macarrones con tomate cada díaaaaa!" Comerme tu boca es como masticar bolas de sacarina: dulce, químico, un zumbido en los dientes que no se va. Cuando me pones los calcetines y me besas, me sabes a pan blanco. A miga fresca, a horno de barrio. Una vez, tiraste hojas secas de geranio desde la terraza, y al estrellarse contra la calle, retumbaban a más de ochenta decibelios. Y mientras, tú me limpiabas el culo, aguantabas mis pedos como si fueran ráfagas de viento inofensivas. Los calcetines me los pones con mi pierna entre las tuyas, como a un niño que va para la escuela, resignado pero arropado. Y aún recuerdo los macarrones con tomate, los geranios de la terraza floreciendo en blanco, las gaviotas volando en formación, como cazas F-16 sobre la bahía. Cuando me pones los calcetines, estás vistiendo el cielo con nubes de colores. Cuando me abotonas la camisa, me cubres el alma, me tapas d...

NOCHE.

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  Yo soy de correrme fácil. A veces, un pie arriba y un pie abajo, y ya me corro. Benerita me dice: —Ya. Y yo le digo: —Ya. Todo esto ocurre de noche. Graznan gaviotas en la oscuridad, como ánimas perdidas. Aceleran motos, rasgando el aire con sus rugidos metálicos. Voces llegan desde una calle cercana, fragmentos de conversaciones que nunca entenderé. También está el coche detenido frente al semáforo en rojo, latiendo al ralentí, hasta que de pronto despierta, escupe un acelerón y se pierde en la distancia. Entonces queda ese sonido industrioso, un buuu de máquinas lejanas, como si la ciudad respirara por tubos de acero. Y entre todo esto, a veces, el silbido del último tren, agudo y melancólico, como un lamento. —Anda, ven, ponte encima —me dice, y yo me pongo. Es ese movimiento incómodo, en el que hay que pasar la pierna con cuidado, a menos que entres por la horquilla, como un ladrón entre rejas. Sus piernas forman una Y griega al revés, un territorio que domino a medias. La no...

TRAJE.

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  —¿Sería más puntual si me muriese un día antes? Empecé a darme cuenta de mi locura. Llegué a esa conclusión cuando comencé a idear en mi mente, casi con obsesión, aquellos mínimos discursos sin sentido, frases incongruentes, como que  las palabras son las primeras en recibir la noticia, para que tu te puedas enterar de la misma, según, o dependiendo del tipo de palabras empleadas para contarte la noticia. Alguien golpeó tres veces la puerta. Grité: ¡Pasen! Lo vi frente a mí, impecablemente trajeado al estilo Príncipe de Gales, con chaleco de bolsillos inclinados, disimulados con una precisión y simetría casi perfectas. A pesar de sentir aquellos golpes sobre la puerta, no supe por dónde había entrado. Su figura se hizo perceptible a medida que yo levantaba la vista. Con un gesto mecánico, posó un maletín de cuero sobre mi escritorio, y dejó su tarjeta de visita frente a mí, al mismo tiempo que con la misma serenidad abría el maletín, revelando su absoluto vacío. No dijo una ...

MONTE OKU.

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  De lo que aún queda En el valle donde la noche se posa con la ligereza de una pluma carbonizada, las cenizas hablan. No son las que se acumulan en los braseros fríos ni las que el viento arrastra en remolinos efímeros. Son las invisibles, las que se adhieren a las palmas de las manos como memorias olvidadas, las que se filtran en el pan que partimos al alba, las que manchan de azul oscuro los bordes de los sueños. Junko, la bailarina de pies descalzos, camina sobre la tierra reseca del Monte Oku. Sus huellas, indecisas como trazos de tinta sobre papel arrugado, dejan un rastro que ni siquiera la lluvia logra borrar por completo. Las chozas cercanas, construidas con tablones carcomidos y techos de paja, brillan bajo la luna llena. En su interior, niños de piel ébano y ojos color lava observan el mundo a través de rendijas. Sus pupilas guardan el fulgor del volcán dormido, ese que un día escupió fuego y ahora yace bajo capas de silencio y polvo. —Todo está aquí —murmura Junko, exte...

OLORES.

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  No bastaba mirarme al espejo. No era suficiente. A mí no me alcanzaba con levantarme sin rumbo, vagando entre las paredes mientras ella sorbía el café y mordisqueaba ese pastelito rancio. Luego partía. Yo me iba  a la ventana, siguiendo su contorno hasta que su cuerpo lentamente  se perdía  al dar la esquina. Luego me volvía. Pensaba para mi, cómo podría haber un “hombre como yo sin dar un palo al agua”. Ni lo sabía. Mi mujer marchaba a su trabajo cotidiano, como cualquier alma recta y pulcra. Mi ritual para visitar a la otra se repetía cada  setenta y dos horas (un aproximado), que mis testículos recuperaban su peso natural. La edad  los había vuelto lentos en la acumulación; el semen ya no trazaba esos hilos viscosos que antaño recordaban a lombrices aplastadas o ciempiés agonizantes. Ordenar cualquier objeto implica arrancarlo de su estado primigenio, su ideal entropía. Minutos después, la cosa se convierte en un ente neurasténico, insufrible, condenad...