SUCCIÓN.

Fuimos siempre de la opinión de que, si llovía, había que abrir el paraguas. Hasta ahí, de acuerdo. Incluso, cuando el sol caía a plomo, el paraguas seguía abierto por su utilidad. Nada que discutir. Para pasarle el brazo por el hombro, otra posibilidad: el paraguas, siempre abierto. Me daba no sé qué la anchura de sus espaldas, el volumen generoso de su trasero, sus piernas robustas con las rodillas tocándose al caminar. Sentía su calor de un lado; avanzábamos juntos, cogidos quizás, de la mano o de otra forma, pero cogidos. Y por algún motivo que ahora se me escapa, con un paraguas abierto aunque ya no era necesario. Llegamos al "succionador municipal" de Santa Engracia, el que está al lado del estanco y de la floristería, esa que siempre huele a camelias, a gladiolos, a fragancias dulzonas mezcladas con el aroma rancio de tallos podridos y tabaco. Era el primer succionador de la calle Santa Engracia. Había cuatro personas delante; esperamos. Le dije: —Si llevas un euro s...