YO NO CONTESTÉ.
Me decidí por una mosca lucilia. Siempre me había fascinado su fortaleza a la hora de volar, y sus colores verdosos aterciopelados que le cubrían el tórax y el abdomen por su parte superior. Había evaluado imitar otro tipo de insectos pero, al final, todos habían sido desechados, algunos por su peculiaridad y fácil detección, y otros por los requerimientos de espacio (tan complejo) que necesitaba para la colocación de todos los sistemas de motricidad y transmisión infrarroja. A ella la llevaba observando desde que me había venido a vivir a este callejón de un barrio de las afueras de Barcelona. Empezó a obsesionarme ocho meses antes un día de junio que la vi por primera vez asomada a un pequeño balcón forjado; poco después supe que era la habitación matrimonial. Para mis adentros la empecé a llamar Cuquita. Era increíblemente bella, de cara redonda, con unos ojos que detectaba inmensos, con una cabellera morena que le caía abundante hacía los lados. La adivinaba prieta de carnes