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ETERNIDAD.

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  Siempre me he preguntado qué sería de nosotros cuando ya no estuviéramos aquí. Cómo sería el mundo sin nuestra presencia, sin nuestras risas, sin nuestros sueños. Me he pasado tiempo reflexionando sobre esto, intentando encontrar respuestas en el silencio de la noche. Un día, alguien abrirá nuestros cementerios y les llamará catacumbas, pensé. ¿Qué sentirán al caminar entre las tumbas, al leer los nombres y las fechas que nos definen? ¿Se preguntarán quiénes fuimos, qué nos apasionó, qué nos hizo felices o tristes? O estaremos en el humo que queda al quemarse las flores, reflexioné. Ese humo que se eleva al cielo, que se desvanece en el aire, que nos recuerda que todo es efímero. ¿Qué queda de nosotros después de que nos vamos? ¿Un recuerdo, un susurro, un aroma que se pierde? Palabras que debo decir llenas de sentimiento, pensé. Palabras que expresen la profundidad de mi amor, de mi dolor, de mi miedo. Palabras que sean un legado, un mensaje para aquellos que se queden. ¿Qué ser...

NIDOS.

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  Si alguna vez ves germinar algo, aunque sea una brizna, no puedes evitar pensar que estás presenciando un milagro. Pero también lo es —en su extraña y callada manera— todo lo que corre o repta sobre la tierra. Cada criatura mínima, cada línea viva que se arrastra o se oculta, forma parte de ese mismo asombro, aunque su belleza sea más difícil de aceptar. El jueves pasado descendí a los pinares de la Hondonada. Hacía al menos dos años que no me dejaba caer por allí. Desde lejos el monte se mostraba compacto, casi inabarcable, como un animal dormido, pero al bajar la cuesta hacia el barranco de Zenón, el aire se volvió espeso y se impregnó de un aroma denso, a resina fresca y sol atrapado en madera. En ese paraje abundan los pinos piñoneros, los negrales y los blanquillos; hay bastantes donceles —jóvenes, de corte recto— y, aquí y allá, se alzan algunos pinos reales, solitarios y orgullosos, como centinelas antiguos. Al caminar, el suelo crujía bajo mis pasos con un sonido seco, ...

ESPERA.

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  Llevaba varias horas acostado en esa posición de boca arriba. Ni sueño ni vigilia. Solo un estado como si fuera un mineral reposando eternamente. Fue entonces cuando noté aquella mano extraña, sanadora, que me empezó a tocar los mismos huevos, los mismísimos, sin compasión, con desgana, como quien remueve un recuerdo viejo en una caja de cartón humedecida por la lluvia. No sentí nada. Porque era la mano que siempre me tocaba al mismo atardecer, y de la misma forma. Con una mezcla de ternura automática y abandono ritual. En el inicio parecía una historia hecha de cosas. Era una historia. Una historia que llevaba papeles de caramelo pegados entre las páginas de un libro olvidado. Hojas marchitas con olor a otro siglo. Miradas que no se dijeron nada en un bar de carretera, junto a una máquina tragaperras sin luces. Un navajazo una noche, en un barrio que tenía la mala costumbre de no perdonar errores. Largas noches de hospital, con las luces fluorescentes marcando el tiempo como un ...

NO ERES.

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  He visto cuerpos que aún respiran pero ya no están. He visto ojos abiertos como ventanas sin nadie tras el cristal. He oído un nombre que se olvida a sí mismo, una palabra que ya no sabe a quién pertenece. El suicidio, esa última rebelión del alma, también se borra. Eres incapaz de ejecutarte, cuando una proteína errante escribe con sal sus memorias en tus neuronas. Y entonces quedas: ni muerto ni vivo, ni soñando ni despierto, una estatua que llora por dentro mientras el mundo sigue sin ti, aunque sigas estando.

ATARDECIDA.

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  El ocaso parece lento abril. Es como un ensayo  hacía la muerte. Hay algo sensual en esa rendición. Sabes que la vida sólo puede entenderse en los recuerdos. Se lo decía, le decía: “el atardecer es ese instante en que miramos atrás y solo vemos el origen de las sombras.” — ¿Habrá algo sensual en eso?  —Ven y fóllame— le decía a Hera. En una pausa. Los domingos al acabar la tarde. Ocurría en abril, al filo del ocaso, cuando la luz se desangraba en el horizonte. Arropados contra el leve frío, contra el mundo. No hay nada más hermoso que follarse, aunque sea sin amor. Follarse con las piernas abiertas, desgarrando el silencio; o con las piernas sobre el cuello, como un nudo que ahoga y libera. O darle golpecitos en el culo, ritmados, sintéticos, como un tambor que anuncia algo antiguo, algo que ya no importa. Por las tardes de abril, cuando follas, sucede la metamorfosis. Puede ser de lado, como bestias cansadas; o con ella cabalgando, dueña del vértigo; o posada como una ...

CITA.

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  Devoción y ruina. A veces, mientras la esperaba, me entregaba a esos pormenores y cavilaciones sobre qué protocolo seguiría aquel día cuando llegase. Me contemplaba en espejo cóncavo de la puerta del armario, ensayaba poses, imaginando sus pasos acercándose por el pasillo hacia la habitación —otra cita más en nuestra serie abundante de encuentros—. Al entrar, evitaba su mirada. Casi nunca la miraba a los ojos. Siempre llevaba faldas cortas. Mis ojos se deslizaban hacia sus piernas largas, y entonces, como en el ritual meticulosamente planeado desde la víspera, caía de rodillas ante ella. La abrazaba por las caderas, alzando la vista hacia su rostro de esfinge, y hundía mis dientes mordiéndola sobre tela, de su falda, ansioso, voraz. El mundo se disolvía. Sólo estábamos ella y yo. Cuando enterraba literalmente la cabeza entre sus piernas me llegaba el efluvio de sus gotas —un aroma alucinante, digno de “Clive Christian...”, o quizá no, pero bien podía serlo— me embargaba, buscab...

ASÍ MISMO.

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  Hoy apenas ha amanecido y ya siente que no podrá con el día. No ha dormido más de dos horas, y si él fuera un objeto, sería uno apoyado en su vértice: inestable, puntiagudo, a punto de caer hacia cualquier lado del abismo que le rodea. Él se llama a sí mismo el vigilante . Otras veces el observador . Es la parte de sí que, aun en medio del caos, aún razona. Esa parte lúcida que sabe que algo no va bien, que revisa sus actos más recientes con la frialdad de un espectador: sus gestos automáticos, sus manías ceremoniosas que lo atrapan si no las ejecuta. Si no golpea tres veces el pomo de la puerta, si no traza con los ojos un patrón invisible sobre los azulejos del baño, entonces —cree— algo terrible ocurrirá. Tal vez no sobreviva la próxima hora. Tal vez no despierte mañana. El vigilante le habla sin hablar. Lo mira desde dentro y le dice: esto no es normal . Pero el otro, el niño viejo, no lo escucha siempre. A veces, al mirar por la ventana de su piso, y ver el mundo tan abaj...

TIEMPOS FELICES.

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  "Hubo tiempos felices" Hubo tiempos felices. Y sobre las cunetas, pulpa de uvas. La tierra la escupía como si sangrara dulzura. Moho verde se acumulaba sobre las gruesas losas de los tejados, y el humo de las casas subía en silencio, tan blanco que se disolvía donde el azul frío de diciembre. Ese azul inalcanzable, infinitamente gélido y eterno. Ahora quizás recuerdo —como quien encuentra una carta sin fecha entre los libros— que hacía poemas irreverentes. Poemas con sabor a sal, a rabia, a necesidad. Hablaban de blasfemias, de extrañas osadías, de mujeres que rompían cadenas, de hombres sin nombre que gritaban sin lengua. Y a cada estrofa, sin importar el fuego o la sangre, le ponía: Pero Yo Te quiero. Los tiempos felices te embargan. Cierras los ojos, y ocurre. Aparecen los rastros del olor a pino, al estiércol tibio sobre el campo y a esas procesionarias que roen la savia con ternura criminal. Y también el agua, su voz sin forma, bajo un cielo que ...