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NALEDI.

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  El Homo sapiens es el animal que se quedó a medio hacer. Sin garras, sin piel gruesa, lento en la llanura. La noche no era su amiga, el bosque lo acechaba, la inmensidad del cielo estrellado lo empequeñecía hasta la insignificancia. La agarofobia. Miedo al campo abierto, a lo demasiado grande, a lo que no tiene paredes. Y el universo entero es el espacio abierto definitivo. Todas nuestras grandiosas ceremonias, nuestros dioses altísimos, nuestras pirámides que arañan el cielo, nuestras catedrales que simulan bosques de piedra... no son más que la cháchara compulsiva de un acojonado. Es el mono desnudo, gritándole a la oscuridad para asegurarse de que su voz aún produce eco. Para construir, con sonidos y piedras, una cabaña mental donde esconderse del viento cósmico. El Homo naledi, en su silencio fósil, lo entendió. Nosotros, los sapiens, somos los locos. Los que, aterrorizados por el silencio, inventamos el ruido. Los que, aterrados por la vastedad, inventamos el rincón. Los que...

ESPALDA.

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  He medido sus proporciones en todo lo que podría suceder, en lo que no ha sucedido y en lo que, quizá, nunca sabré si sucederá. Su espalda —un plano exhausto por el tiempo— parecía hecha de la materia de los días secos, de la geometría del límite. Cuanto más la besaba, más me era imposible distinguir el deseo del recuerdo de desearla. Pensaba en todo lo que me apetecía, en cómo acercarla más, no solo a mi boca, sino a la idea de mi boca. Por si acaso esta vez — la última, o la primera disfrazada— había calculado mal las medidas de su alma, y el error era, en realidad, la única forma humana de medir la dimensión de los recuerdos.

HOMO.

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  Durante millones de años, vivíamos mirando hacia el suelo: la tierra que daba frutos, los rastros de los animales, las huellas del peligro. La supervivencia nos hacía mirar abajo. Pero cuando por fin levantamos la cabeza, el cielo se nos ofreció como un misterio inalcanzable: inmenso, silencioso, luminoso, eterno… Y frente a esa vastedad, el cerebro —ya capaz de abstracción y simbolismo— llenó el vacío con significado. Nació la trascendencia. Por eso, cuando muere alguien querido y decimos “está ahí arriba”, no lo decimos solo por costumbre religiosa. Es como si en lo más antiguo de nosotros —en ese Homo erectus que por primera vez miró hacia arriba— hubiera quedado grabada la idea de que lo que se eleva se libera. Lo alto se volvió símbolo de lo puro, lo eterno, lo inalcanzable. Y en el fondo, esa metáfora es un eco evolutivo de nuestra postura erguida, de la primera vez que miramos al cielo y comprendimos que estábamos vivos.

DESVÁN.

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  Y al desván. Se subían los muertos. No como fantasmas, sino como una cosecha final, una podredumbre silenciosa que ascendía por la noche a ocupar su último territorio. Sus manos abiertas, pálidas y rígidas entre el grano de centeno, no suplicaban; eran solo herramientas olvidadas, arañando la oscuridad en un gesto inútil de siembra postrera. Eran la levadura de nuestra propia descomposición, fermentando en la penumbra bajo el techo. La antena de la radio era un hilo de cobre, una vena umbilical conectada al cadáver del mundo. La radio, un altar de caoba, estaba tapada por un tapete blanco, un sudario para la voz de los vencidos. La antena salía por la parte de atrás, una serpiente metálica que se enroscaba hacía arriba, atravesaba las tablas del techo—la delgada membrana entre lo habitable y lo innombrable—hasta el desván. Allí, en la bodega de los espectros, se enredaba sobre una viga larguera carcomida, como una enredadera parasitando un esqueleto. Salía una punta simple de ala...

SUEÑO.

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Me ha pasado que no he podido despertarme a tiempo de tan rápido que he dormido. O, quizás, la premisa es un engaño más de la conciencia. ¿Dormí acaso? O sólo me sumergí en un estado de suspensión paliativa, un interludio de no-ser que ahora se desvanece, dejándome varado de nuevo en este limbo de sábanas y huesos cansados. Me sucede a menudo, casi siempre ahora, que deseo quedarme aquí, revuelto entre los sudores fríos de la noche, en el profundo hueco del colchón desgastado, marcado por el efecto de los muelles que son como las costillas de un animal fosilizado en cuyo vientre reposo. Este hueco no es mío; es la huella de incontables cuerpos anónimos, de pesadillas ajenas y de un vacío que, con los años, ha ido tallando su forma en la espuma y el acero. Yo soy sólo el último ocupante de esta fosa común de sueños frustrados. Hoy, a ciencia cierta, podría contemplar largo rato las claridades hirientes que se filtran por la persiana, esas cuchillas de polvo danzante que me ofenden. Las ...

PRODIGIO MARIANO

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Romualdo Ardura Aguirreituriagorza fue maestro de escuela en Espesura del Infantado, un pueblo tranquilo,somnoliento, en la comarca de Miranda del Ebro, en ese lugar donde la meseta castellana comienza a plegarse en los umbrales del País Vasco. No era un maestro cualquiera; Romualdo era un espíritu inquieto, un hombre cuyo horizonte mental se extendía mucho más allá de los muros encalados de la escuela y de las páginas amarillentas de los catecismos. Su verdadera devoción no estaba en los santorales, sino en los insondables misterios de la Física General, que exploraba con una profundidad inusual para su tiempo y lugar. A sus alumnos, entre el tufo a tiza y la memorización mecánica de las tablas de multiplicar, les desplegaba, con esquemas coloreados y rompecabezas de cartón, el arcano y terrible secreto de la fisión nuclear. Aquello era un anatema en una enseñanza primaria empeñada en doblegar el entendimiento ante el dogma, una herejía silenciosa contra un régimen que prefería héroes...

MI DORITA LA SUPERMASIVA.

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  Se volvió supermasiva mi Dorita. allí donde poso mi boca para respirar dentro. Llevamos años viéndonos en cada esquina de la mesa. A pesar de las onomásticas transcurridas. Tan densa de ternura y de misterio, que el espacio entre nosotros es suavemente curvo hasta hacerme caer en su mirada. No hubo velocidad de escape, ni luz, ni pensamiento que pudiera huir. Su voz —como una supernova lenta— me quemó los miedos hasta el núcleo. Crucé su horizonte de sucesos sin querer regresar. En su centro, donde el tiempo no pasa, sigo girando, enamorado, como el primer día. Allí el amor no pesa: se comprime en la eternidad. Os digo que adoro a mi Dorita la supermasiva. Aunque me valga la existencia. Se muy bien que nunca saldré de su agujero negro.

DESAZÓN.

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                                                                    El Principio de la Incertidumbre también se aplica al Alma. No hay observador neutro en el espíritu. Cuando uno intenta medir su tristeza, la tristeza cambia de lugar. Cuando uno busca el origen del vacío, el vacío se disfraza de pregunta. El alma humana, como el electrón, no habita un punto, sino una nube de probabilidades. A veces vibra cerca del amor, otras se escapa hacia la frontera del miedo. El pensamiento recursivo se mira a sí mismo y, al hacerlo, se descompone en infinitas versiones de sí. No hay certeza posible en ese laberinto; solo la danza del quizá. El cosmos y la mente son dos espejos enfrentados, y en su reflejo interminable se borran los contornos del yo. Lo que llamamos “yo” no es más que la interferencia entre lo que fuimos y lo ...