ENCERRADO
Había salido como de costumbre por mi ruta habitual para el trabajo. Me refiero a todo lo cotidiano antes de abrir la puerta de salida de mi casa, enfilar el portal presuroso y ver delante de mí la avenida Sta. Isabel de Portugal. El día de Julio había empezado plomizo, alguna nube baja y mucha luz. Por esta avenida solía caminar unos trescientos metros hasta desviarme descendiendo por los callejones del casco viejo, en la zona del barrio de Loyola. Cuando iba descendiendo por la peatonal de Crisólogo sentí un trotar fuerte de lo que parecían reses y me volví para observar de donde venía aquel ruido. ¡Qué decir! Pude ver con nitidez: dos berranditos colorados, y uno negro al sesgo, empujándose al desplazarse, dos murachados mamporreros, todos con una cornamenta “ansí de grande”; más atrás venían los toros: uno navarrito, un jijona colorado, y cuatro miuras negros como el betún. Estaban armados para arriba que daban miedo. Apenas discutí conmigo mismo. Empecé a correr despavorido