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DOLIENTES.

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Yo no sé si estaré vivo cuando lleguen los tres arcángeles. Me da mucho miedo. La manzana no cae a su abismo porque esté llena de materia, se precipita porque ya estaba muerta. Tampoco está claro hacía dónde nos extendemos. Aunque no lo creas, no sabes a dónde vas. Aunque no lo creas solamente percibes de lo que te rodea una mínima parte del espectro que va desde al amor más tierno a la violencia más absoluta. En cualquier punto de esos colores infinitos quédate a suponer lo que no captas. Has de suponer que siempre podrás estar entre la cruz de una mirilla, dispuesto siempre a morir, debajo de un dedo que razona si apretarse. O cagando en los fétidos servicios de una estación de tren. O dando vueltas por un descampado buscando a alguien que te acaricie. No me desees nada. No es verdad. No tienen fundamento teórico tus deseos. Mi hermana vive sola y siempre tiene un ramo de flores sobre una mesa camilla. Mi abuelo Carlos vive sólo y se asoma a la ventana del comedor a eso del atard

RECUERDOS DE DICIEMBRE.

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Hubo tiempos felices, y sobre las cunetas pulpa de uvas. y moho verde sobre las gruesas losas de los tejados, y el humo de las casas, tan blanco que se disolvía donde el azul frío de  diciembre,  infinitamente gélido y eterno. Ahora quizás recuerdo que hacía poemas irreverentes. Poemas que hablaban de blasfemias, de extrañas osadías, de la revolución de las mujeres, de los hombres. Y que a cada estrofa ponía: Pero Yo Te quiero. Los tiempos felices te embargan, cierras los ojos, y ocurre: rastros de olor a pino, estiércol, procesionarias royendo sabias, el sonido del agua. Y argumentabas, no me hacía falta nada, sólo la vida. Y eso lo tenía y amaba a mi forma. Y si había que morir estaba dispuesto, a morir con las botas puestas. Amabas así, y de vez en cuando le ponías: Pero Yo Te Quiero. Los tiempos felices son despreocupados, allá por diciembre. Nada te hace falta, sólo tú y tu joven pecho. Dispuesto para la trinchera, incluso, soñabas, mártir en un interrogatorio por la libertad. P

LODAZAL EN EL INVIERNO.

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Hoy el cielo apareció más alto que ayer. No sé si es (así) .Si es así yo he caído más bajo. Como siempre. Vino Nelita con el bolso negro a eso de las nueve de la mañana y yo quise saber lo que traía. Así que le dije, Nelita, enséñame el bolso . Nelita se dobló con el bolso abierto y yo me asomé al bolso, había cosas que nunca había visto, así (así) que metí la mano para detectar su forma y su tacto. En el bolso de Nelita había como un espejo donde se reflejaba el cielo, casi hacía daño, salía un rayo fulgurante que te ponía en los ojos un resplandor eterno. Cuando le metí la nariz me vino aquel olor al perfume de Nelita. Olía a madera de roble. Olía a un caldero con posos de lejía, y por decir algo hermoso olía a polvo de la Luna. Escucha, no abras las ventanas, me da miedo a que entren los espíritus impuros. Escucha, si abres la ventana puedo salir yo que estoy flotando. Pero abría las ventanas y empezaba a canturrear algo que no tenía son, a lo lejos, aquel siseo monosílabo con a

VAGÓN DE TREN.

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Habíamos vivido con muchas flores, un ramo aquí, otro allí. Nos veíamos y había mucha paciencia y mucha pasión, y a veces era como si nos robáramos el uno al otro los pensamientos. -Ya no te digo. Para bendecirla follamos en todos los sitios de la casa, menos dentro del armario, por lo incómodo. Éramos muy dados al polvo del calefactor, que no lo explico por no alargar este  -digamos-, poemilla. Algunas veces encontrábamos granos de café en el suelo de la cocina, y pétalos. Casi no había muebles pero lo teníamos todo guardado. Teníamos hojitas de laurel resecas para dar gusto a las cosas. Y hacíamos cuentas de lo que debíamos. Hacíamos cuentas de lo que habíamos pagado. Hacíamos cuentas de lo que nos quedaba por pagar. Con algunos papeles arrugados que tirábamos al suelo yo le hacía mariposas del invierno. Y le decía: ¡ a qué te follo! Pasó el 2006, el 2007, en el 2010 nos empezó la fiebre. Yo le decía, no te preocupes aún quedo yo, tú me cuidas. Pero las flores. Mira que valdría cua

NO SÉ CÓMO SE MIDE.

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Lo más diminuto no puedes medirlo con la luz. La propia luz modifica su estado y por lo tanto su medida. Las gambas de la sopa de pescado habían tenido una erección porque flotaban todas con el rabo pelado hacía arriba. Luego había trozos de merluza, puede ser que congrio, berberechos, y bastantes almejas con la rajita abierta, todo mezclado con abundante picante en unos platos decorados con flores azules que parecían moscas. Yo a las almejas las cogía una a una y las chupaba mirando para mi cuñada Panchita que estaba frente a mí. Comíamos en la cocina y aquello era como un fumadero de opio; el abuelo Carlos, mis primos Romerito y Silvestre fumaban y comían a la vez. A saber, estaban: Panchita, Silvestre, Carlos, Romerito, mi prima Victoria, mi hermano Inocencio, mi otra concuñada Bárbara con los dos niños Peluco y Nerina, la abuela Lucía, mi otro primo de Calatayud y su mujer Yola, y el hijo mayor Pedrito, mi otra hermana la divorciada, Marién mi hermana la pequeña, mis padres;

PARA AMARTE.

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No te puedes suponer lo endeble que eres. Un día, desnudo, deberías pasarte las dos manos sobre tu contorno. Si te imaginas algo transparente ese eres tú. También puedes darte la vuelta, de vez en cuando, mirar hacía atrás. Es ínfimo lo que has caminado, ínfimo en el sentido de lo largo, lo alto, y lo ancho que ocupas. Hoy fijo has abierto una puerta, también has reposado, has dormido, abierto los ojos hacía una fina raya,  un tubo aparente que dibuja el sol, agitando polvo diminuto, sin ninguna ley. Eres eso que no puedes observar. Que no puedes medir, sin herirlo.  No sabes que ya estás disuelto dentro de todo lo que es líquido. Supón las rocas, tan duras, y se van haciendo invisibles. Eres tan terco en tu solidez que incluso lo imposible puede ser  posible. Mientras no lo observes, puedes estar en dos sitios a la vez. Sin embargo, no puedes imaginar lo grandioso del amor, se queda ahí, únicamente, cuando tú no quieres ver, en el fondo del pasillo. Sobre una butaca de cuero, esper

CANCIÓN DE CUNA.

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Era obvio que aquello iba de un lado a otro, y que la sombra que se formaba en el techo se movía respecto a mí de derecha a izquierda, y viceversa. En esta posición estuve un día tras otro durante muchos días, no sé cuantos, siempre a la misma hora y con la misma frecuencia; el movimiento era pausado a un ritmo totalmente cadencial. De vez en cuando sentía su voz, tan suave y cercana, que me hacía cerrar los ojos. También me aletargaba el calor posado sobre mi cuerpo, o la brisa fresca que soplaba pasando como una suave mano sobre mi cara. Por el balcón se agitaban las ramas, o algo frondoso que lo recorría en forma de péndulo uniforme cargado de hojas verdes sobre el tono gris del cielo. Algunas veces unos visillos blancos en la ventana, y cuando mis ojos se entornaban aquella voz pausada iba cesando de arrullarme, desapareciendo, decreciendo hasta el silencio. Es obvio que en este lugar (todo tan diluido en blanco), y ahora en este instante, otra vez el cielo con ese gris, y mi c

BÉSAME MUCHO.

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Fuimos de la opinión de que si llovía teníamos que abrir el paraguas, hasta ahí de acuerdo, incluso, como algunas veces caía mucho sol, el paraguas también abierto, totalmente de acuerdo, para pasarle el brazo, una posibilidad, el paraguas también abierto. Me daba no sé que sus espaldas tan anchas, el culo igual, también muy ancho, las piernas zampas tocándose entre si las rodillas, sentía de un lado su calor, avanzábamos posiblemente cogidos, aquello era ir cogidos, por algún motivo que ahora no recuerdo, con un paraguas abierto. Llegamos al succionador municipal de Santa Engracia, el que está al lado del estanco y una floristería llena de flores de camelias y gladiolos, siempre tiene flores así, siempre huele a fragancias, a tallos podres   y a tabaco, es   el primer succionador de la calle Santa Engracia. Había cuatro delante y esperamos. Le dije, si llevas un euro suelto y me sujetas el paraguas te lo agradezco, yo tenía dos euros, sin preparación previa son tres euros , con p

HOJAS DE MANDARINA.

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Yo en las playas grandes suelo pintar corazones sobre la arena dura, con un palo cualquiera, y dentro pongo nombres que nunca han existido. En mi tarjeta dice Arthur Stopson , pero en realidad me llamo Arturo García y soy natural de Herrera del Duque, y dentro del endeble corazón he puesto: A. S., ama al mundo , pero no amo a nada, porque no soy yo el que vive dentro de mí. Hace unos instantes estuve a unos milímetros de una boca y no llegué a sentir sus labios, y sé que una mano pasó tan cerca de mis sienes que estuvo a punto de rozarme, no era un gesto amenazante, resultó ser un beso y quizás la caricia de una mujer que me despedía. Me llamo Stopson y soy un tío duro. Sin embargo no blasfemo. Dame tú boca otra vez, acaríciame. Si me miras a los ojos verás un vacío extraño, algo que no tiene fondo, no verás nada. Pero tengo un frío inmenso porque sé que voy a morir dentro de otro. Sr. Arturo, Stopson salió a pasear a la playa y anda haciendo cosas raras, me decía

ABSOLUTAMENTE GRATIFICANTE.

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Natalia me había recomendado aquel psicoanalista. Me habló excelentemente de él, de su tranquila apariencia y de sus usos como especialista. Llevaba casi dos años acarreando aquellos síntomas que me hacían frágil y débil para la vida, con inestabilidad emocional y mucha ansiedad, que habían desembocado en los últimos días con temblores involuntarios de mi mano derecha. Después de haber visitado varios psiquiatras, su éxito no fue el adecuado, siempre a base de psicofármacos a dosis fuertes, que me hacían insensible a la existencia cotidiana. Decidí acudir a la consulta de Héctor Arrainz , así ponía en su placa. Cuando entré mi curiosidad fue absoluta, me sentí transportada a otra época. Era un despacho amplio que se encontraba en penumbra, decorado al estilo victoriano, con un balcón de ventanales abatibles, en donde colgaban dos grandes cortinas semiabiertas de un difuminado violeta. En el lado derecho había una gran biblioteca de caoba antigua, repleta de libros, y en

APARECIDO.

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No sé por qué aquella capa esponjosa y blanca había dado tanto de si. En el valle se depositaba la niebla, y mientras bajaba la veía como si fuera un mar de algodones blancos formando coletas y coletas entrecruzadas, tan lejos como podía otear, y tan espeso como un nevero. Cuando bajaba del Cordal, con el cabrito vivo sobre el cuello, las patas dadas vueltas por una cuerda de esparto, la niebla empezó a tener formas caprichosas: que si eran humos que subían en espiral, que si asemejaba a contornos de varal de hierba con el lomo deformado. El caso es que bajaba por un sendero resbalando por entre piedras finas y alosadas entre grijos de cuarzo, con el cabrito que había escogido para la costillada de San Fermín. No veía mucho donde posaba los pies, con cierto riesgo de pegarme un trompazo, ya que las manos las llevaba ocupadas sujetando las delanteras y traseras del cabrito. El sendero de las Raposas, si me lo ponen con los ojos tapados, lo hubiera bajado a carrerilla, pero aquella húme

EL MAR LO DEVUELVE TODO

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Yo siempre pensaba que Febrero era distinto porque comíamos oricios. Padrino decía aquello de comerles las gónadas, y a mi me sonaba a los cojones de los oricios, pero las gónadas era aquella estrellita naranja oscura que había en su interior que cuando los partías con la navaja de un cuajo, la ibas sorbiendo como si fuera un huevo agujereado. Padrino comía los oricios como nadie, y nunca tuvo una mala indigestión. Los domingos bajábamos con las bicicletas y un remolquillo hasta el Franco, y luego a la playa de Porcia para subir despacio, como podíamos, hasta cerca de la punta de la Atalaya. De aquella teníamos todo el tiempo del mundo, y Padrino era un cachondo mental y los domingos muy largos. A mi la playa de Porcia cuando estaba la marea baja me parecía algo de paisaje marciano, con aquella cantidad de roquedales tan anárquicos que sobresalían con la marea baja, rodeados de arena que era de un color pardo apagado, algo oscura, y muy maciza. Aquel domingo de febrero llevábamos bocad