LA GOTA DE MAINSTONE.
Con frecuencia contemplaba la paciencia, esa actitud de las plantas para crecer tan despacio, la resignación geológica de las piedras del mar, suavizadas y ovaladas a lo largo de los años, hasta alcanzar esa forma suave y certera, bajo colores disimulados: pálidos grises y blancos expectantes. Mis estados anímicos se medían en intervalos, en ciclos observados con la frialdad de un experimento. Todo en mi entorno poseía esa cualidad: una cierta resistencia al raciocinio, una "fisicidad" opaca. Sentado en una silla de mimbre, sobre un balcón que daba a una vegetación anárquica donde predominaba el verde del ballico, el brezo oscuro, los zarzales enmarañados y una grandiosa mimosa de ramajes aplastados por el viento, yo era solo otro fenómeno más en observación. En aquellos instantes, todo me olía a brea. Mi orín era un termómetro químico de mi decadencia: unas veces despedía el olor de la brea recalentada, otras el leve rastro del amoníaco, o ese dulzor extraño y fétido de la...