VIAJE
El encuentro era a las diez de la noche en la curva del Ponto, al lado de un antiguo mojón kilométrico que señalaba el veintiséis de la vieja carretera comarcal que iba a Beda de los Infantes. En aquel punto al lado del río la niebla lo cubría todo. Llegué con mi coche sobre las diez menos cuarto y lo aparqué con las luces apagadas bien arrimado al ras de la cuneta, permaneciendo dentro mientras observaba por el retrovisor con la ventanilla bajada. Pasaron tres turismos hasta que el cuarto aminoró la velocidad y se puso detrás de mí. Se bajó el conductor y un acompañante, impecablemente vestidos, acercándose a mi ventanilla: “lo tenemos aquí” – me dijeron-. Volvieron al coche y abrieron las puertas de atrás, lo sacaron, parecía un bulto, totalmente tapado con una especie de saco negro que le llegaba casi hasta la cintura; llevaba las manos a la espalda atadas con una brida eléctrica. Me bajé, abrí la puerta de atrás, y les ayudé a sentarlo, cerré la puerta y me volví a mi asiento, empr