PALABRAS
Amaro era de Veigadana, al lado de Porriño. Onofre era de Portezuelo, al lado de Plasencia. Y esto que os cuento fue hace bastantes años, cuando todos andábamos por la cuarentena y trabajábamos en Fertiberia, en una planta de Avilés. Allí los turnos de noche tenían aquel aire turbio de la ría; una zona industrial lo llena todo de humo pegajoso, cuando no corre el aire, lo respiras, te suenas la nariz y allí queda aquel rastro negro de detritus. Amaro y Onofre se llevaban tan mal que cuando se miraban sus ojos se lanzaban rayos y centellas. Amaro era el maquinista de los vagones cargados de sacos de abono, los arrastraba hacía la báscula con su ruidosa máquina Diesel. Los dos se comunicaban por una emisora de radio portátil. La cosa consistía en dejarlos perfectamente situados y alienados sobre una marca de la vía móvil de la báscula. Pues bien, Onofre tenía el puesto de la cabina de pesada, y cuando el vagón estaba perfectamente situado sobre la marca para pesarlo, le decía a Amaro: