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EL PATITO.

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La niña está mirando extrañada su patito de color amarillo. Aún no es del todo de día. Estoy sentado delante del ventanal del comedor sobre una silla de mimbre en una posición estática que hasta cierto punto me parece ilógica. Cabalgo el salvavidas de la niña cubierto por una bata desgastada de color agrisado, y por debajo de mis dos piernas asoma la cabeza del patito con sus grandes ojos abiertos y su largo pico hinchado, esbozando una pícara sonrisa. Y la niña viene a cogerle el pico al pato, y yo llamo a Zulema para que quite a la niña de aquí, porque con sus manitas me roza el capullo sobre la cresta del patito sin quererlo, y Zulema llega y coge la niña de muy mala hostia tirando de ella, y me dice aquello de vaya postura de cerdo degenerado que tienes.   Cuando leí el informe del cirujano y vi todo aquello me sorprendí de cierta manera: dos prolapsos internos, cuatro abultamientos perianales, seis ramificaciones de tejido submucoso sobre el mismo borde dentado de

EN SU CARA.

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Argimiro era un iconoclasta psicológico que destruía a todo lo que tocaba. Era de esos compañeros de oficina, simpatiquillos, ramplones y miserables que se ríen de todo lo vencido y apocado. En mis primeros meses de trabajo me lo había hecho pasar muy mal con sus bromas desconsideradas, sus burlas y vejaciones. No voy a pormenorizar todo lo vivido en aquellos pasillos recortados por biombos y estanterías. Pero todo tiene en esta vida su justo precio, es el fabuloso precio que vale la venganza. La idea surgió un jueves de semana santa de hace casi un año. Lo vi con su mujer en una sidrería del barrio del Coto, sentados en una mesa del fondo. No sé si el me vio. Pero yo los estuve observando largo rato, y comprendí por el comportamiento de ella, por sus miradas, por su forma de gesticular, por un sexto sentido que a veces tenemos, que era una gran celosa. Lo medité a la vuelta hacía mi casa, lo pensé sagazmente, lo razoné. La idea me vino cuando al llegar un día del trabajo vi aquell

GRANDIOSOS COLORES.

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Cuando llenábamos ramos de laurel con galletas redondas a las que se les podía meter un dedo por el medio, y luego los llenábamos de caramelos que atábamos con hilo de coser, y luego papeles de celofán que eran de colores, deshilachados, y luego en la misma punta del ramo un lazo rosa de mis hermanas. Y luego los llenábamos con más cosas que no recuerdo. Los llenábamos. Las galletas María se rompían por el medio. Los hombres se morían y cerrábamos las ventanas para que no se quedase el alma. Los llenábamos de... no me acuerdo. Bueno, el ramo estaba repleto de todo cuando lo mirabas. Era por Abril. Llevo varios años pensando en cómo soñaba. La antena de la radio era un hilo de cobre, la radio estaba tapada por un tapete blanco, la antena salía por la parte de atrás, iba hacía arriba, atravesaba las tablas del techo hasta el desván, por el desván de un lado al otro, enroscado sobre una viga carcomida, y salía una punta simple de alambre entre el hueco de las losas de pizarra,

GRUPA DE LA MUERTE.

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El día era el habitual, ni muchas nubes ni pocas, sólo estaban lisas y altas. No hacía ni mucho frío ni mucho calor, digamos que todo era normal.Pero para Celestino era el tercer jueves del mes, y a su edad solo podía ya homenajearse con ciertos refinados gustos. Le había dado por las sesenta y cuatro artes de Babhravya, y todas sus doctrinas secretas que intentaban buscar la profundidad de los escondidos sentidos de su envejecido cuerpo. Pero como la eterna juventud es trasmutable, Celestino buscaba en el jardín del edén muchachas jóvenes, muchachas que le llenasen de vida. Cuando enfiló la Calle Felipe Neri iba dispuesto, mudado y limpio. Todo era igual que siempre: la parada de taxis, el kiosco de periódicos, y frente a la cafetería Oriental estaba el número 28, sobre un portal con dos escalones, disimulado y sencillo. Tocó en el tercero, esperó unos instantes, miró en todas las direcciones de la calle por si había algún conocido sospechoso, y empujó la puerta. En un san

ME HA PUESTO.

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Era aquella parsimonia para limpiarse desde la sínfisis púbica hasta el transverso superficial del periné, sentada en el bidet, o con la ducha pasando una y otra vez su mano. Su vestíbulo y todo el peritoneo con aquel piquito de pelo en forma de triangulo esotérico, espiritual, con el vértice hacía abajo, marcando el camino. Era como un rito lavarse todas las incurvaciones , secárselo cuidadosamente, para ponerse luego unas gotitas de fragancia, que dejaba un profundo olor a sándalo. Otros perfumes que se ponía le daban a aquella desembocadura un toque de esencia de pétalos y peristilos, a flores de bach, extraordinariamente apetecible. Habíamos pasado junto a la marea, y un puntito rojo esmeralda al lado de las colinas que daban al puerto como una pequeña luciérnaga. El mar como un plomo quieto. Las barquitas extrañamente inmóviles, levemente reflejadas en el agua, como si se preparasen para una tempestad. Tu mano pequeñita casi imperceptible, y quizás algo de deseo, y lo

RASTROS DE CARMÍN.

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-La maté del todo bien. Sin grandes sufrimientos, sólo con ciertas alteraciones rítmicas en su corazón, el mal endémico de los tiempos, los corazones agitados. Habían sido dos años incruentos subiendo a las arboledas de Priano, en la primavera, a buscar hermosos Zapatitos de Cristo, o dedaleras como les llamábamos en el colegio. Su fatigado corazón se merecía aumentar el ritmo, pausadamente, quería matarla del todo bien. Y allí estaba, tan natural, los ojos abiertos, las manos estiradas como si la noche, a eso de las tres de la mañana se hubiese caído sobre sus pupilas, como si aquel extraño gesto con la boca ligeramente abierta hubiera intentado decirme que me quería. Busqué la mejor ropa, su preferida, un vestido corto hecho de muselinas forradito de color negro. Ella se perdía por aquel vestido que se adaptaba a la perfección a las formas casi simétricas de su cuerpo, con aquella purpurina dorada, descuidada, arropando su cintura. Encontré en el cajón de la cómoda un li

CON CIERTA FACILIDAD.

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Intentaré contaros en pocas palabras lo que me está sucediendo. Todo empezó en mayo de hace dos años al levantarme para ir a trabajar. Sentí un pequeño dolor en lo que los galenos llaman surco ínter glúteo –para entendernos, un poco más arriba de la abertura del ano-. No le di la mayor importancia en aquel momento. Pero a partir de aquel día las molestias fueron a más, sobre todo cuando me sentaba a en la oficina. Empecé a notar al frotarme en la ducha un pequeño bultito en esa zona. Me miré con la ayuda de un espejo, viendo claramente una pequeña pretuberancia dura, con abundante bello. Pasarían unos dos meses, estando en el baño, mi mujer me preguntó que era lo que tenía entre los glúteos. Yo le contesté que parecía una acumulación de sebo, aunque lo notaba muy localizado y no parecía blando. Mi mujer me animó a consultarlo. Al mes siguiente estaba delante de la médica del seguro, un poco cortado, con los pantalones bajados. Sin importancia, me dijo, eso es sebo. Se

TAN POCA COSA.

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Llevaríamos tres horas caminando cuando se hizo el silencio, que era como un murmullo. Los pies iban uno detrás del otro, y avanzábamos despacio, que es avanzar, empujando nuestros carritos cargados de cosas que no deseo enumerar (ni sé si servían para algo). Me hablaba de que su corazón se agitaba, me decía: mi corazón es como si estuviera bailando una danza sin ritmo dentro de mi pecho, yo la consolaba, y a su vez le decía: e l corazón es una bomba de impulsión (esto era físicamente cierto), y le cuesta más trabajo bombear hacía la cabeza que hacía los pies , y eso, le continuaba diciendo, que los pies se mueven mucho más que la cabeza, pero…, no la convencía, levantaba su mano, mímicamente, la abría y la cerraba pausadamente y de repente abría su mano con un gesto más desesperado, y me decía, mi corazón hace esto cada poco, como mi mano, no sé si te das cuenta. A todo esto (esto) tengo que decir que Ella y Yo estábamos huyendo de la ciudad por la carretera más recta que había

SIN SABER POR QUÉ.

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-Es un recuerdo. -No es una ensoñación. -No es un estímulo. -Es un recuerdo nebuloso para seguir viviendo. Debía de tener unos doce años cuando me cogió de la mano. Su brazo era muy largo. Así que íbamos ella y yo como si me llevara una extraterrestre. De una mano fina de dedos largos colgaba una mano mas pequeña que era la mía, con un pulso de camisa blanca dobladito. En la habitación había una imagen del Perpetuo Socorro (había estado más veces allí), y unos cortinones color púrpura tan grandes como los que se habrían en el cine. De un manotazo le dio a uno a cerrarse, y la luz que entraba se hizo un rayón largo, de arriba abajo por las paredes reflejándose en el suelo de madera, el resto era penumbra y mucho silencio de siesta. Me arrimó a la cama. Su gran mano pasaba por mi cara como si arrastrasen celofán, así de suave. Y yo le veía sus ojos hundidos, sus pómulos prominentes, su amplia frente despoblada de pelo. Cuando se arrodilló delante de mi vi su cara más cercana, era

EL SONIDO DE SU CORAZÓN.

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Ella. Yo. Y el Ser. Desde nuestra ventana veíamos quinientos millones de mundos habitables sólo en la Vía Láctea. Yo me obsesionaba con tanta inmensidad. Me preguntaba por qué tanto aquí y ahora si al final todo era nada, por así decirlo. Lo diminuta que resultaba nuestra panorámica. Infinitesimal. A ciencia cierta uno no sabe dónde está el límite de sí mismo. Cuánto transciende de sí. Te vas tocando de la cabeza a los pies con parsimonia y eso es el volumen que ocupas. Lo demás es vacío. No hablo de lo que puedes ocupar en los demás que te conocen como Ser. No. O cuánto va a quedar de ti como recuerdo. Eso de que vives en la memoria de los otros es una gilipollez suprema. En realidad no vives en ningún lado. Estás muerto. Me hubiera alojado para siempre en ella, pero ese fenómeno no era posible. Mis ansias de meterme dentro de su cueva como un ciempiés. La soledad es indescriptible. De qué modo todas las noches pasadas. Todos los días leyendo poemas de amor escritos en las tapas

DETONACIÓN FINAL

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Por fin estaba en Lisboa, en la misma plaza Restauradores llena de palomas, con el pináculo en el medio, clavado en lo que perecía un azul pleno. De una pianola salía un sonido de acordeón con soniquete de fado acatarrado. La gente pasaba a mi lado sin acordarse de mí. Por un instante me sentí feliz. Me senté en la silla de un limpiabotas y vi como mis zapatos tomaban tono de espejo negro. El día podía ser largo y dichoso. Me levanté dispuesto a disfrutar de la lejanía de mis enemigos, de mi azaroso viaje por tierras de paisajes oscuros, y llenos de peligros. Caminé entre árboles espesos de hojas por una acera empedrada e irregular. Como ya era la hora de viandas, entré en mi restaurante habitual de fugas, el Pinoquio. Me senté en una vieja mesa barnizada y levanté la mano para pedir la carta. Fue en ese instante cuando sobre mi nuca sentí la presión fría del cañón de la pistola, y en un silencio que pareció un abismo de tiempo, el suave roce del gatillo, y la det

PINTADO DE COLORES.

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Me encontraba con todos los Mayos, allí, quizás, se precipitaban alegrías y mullidas algas donde el mar daba una vuelta, sonidos de olas en largas tardes de sol, enamorados, escondidos donde las rocas dejaban una sombra, también, tras las ventanas pintadas de blanco, viejos visillos arrugados con zurcidos verdes en forma de hojas de trébol, escondidos, tras las camelias crecidas en tierra negra y jugos de estiércol. Éramos niños, escrutábamos, caballos blancos con una mancha marrón, allí, quizás, gentes esplendorosas que no trabajaban, con vidas tan plenas que siempre se reían. Había palomas, zapatos de charol, bombillas rojas, pañuelos en forma de bolsillo, y gitanos cantando, y tú piel olía a restos del mar, no era mi boca, eras tú que formabas mis labios. Entonces, cuando los mayos llegaban, soñábamos veinticuatro horas, mientras sentíamos las máquinas coser pantalones, y las tahonas cocer el pan, o hincharse corazones escondidos, allí, también, donde el mar daba una vuelta. Hab