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INOCENCIA.

  Te deshaces, no a veces —sabes que te deshaces— y lo anotas en un margen donde se escribe lo frecuente de los días. Te deshaces, y vas volviendo a la inocencia. ¿Qué he de decirte para que entiendas? Mañana serás un poco más inocente, aún. He de decirte que toda mi vida ha sido un presentimiento. Verdaderamente, nunca he tenido paz —te juro— que no podría juntar un solo momento sin esa sensación de incertidumbre. Pero, desde no sé qué mañana, fue esa sensación de retornar lentamente a la inocencia.

ODA AL LAMER.

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  ¡Oh, excelsa oda del Lamer consagrado! Que ve en la orden " sudo" el sudor del iniciado, y en Marbella, bajo el sol bien dorado, imagina comandos... ¡y un teclado mojado! Porque el arte del hack y del saber, no es solo leer, ¡es también padecer! Cada " sudo" es una gota que cae en la frente, de quien se forja con mente ardiente. Oh gran Lamer, tu rima resuena, como ping en red ajena. Y si la playa te llama a soñar, no olvides que Wireshark te hará rastrear. Prosigue, aprendiz de los bits y la escena, que en cada paquete hay una cadena. Y si el "sudo" te hace sudar sin parar... ¡Es que estás listo para rootear !

EL SAUCE Y EL SUEÑO.

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  Me subí a un sauce blanco. No dejaba de preguntarme por qué los pájaros no se caen al suelo cuando duermen. —Mira —me dije. Las ramas se agitaban con la brisa nocturna y, sin embargo, los pájaros seguían allí, suspendidos como por un milagro. La noche tenía un color como de café con leche derramado sobre montañas que aún respiraban un verde que venía del mar, ya convertido en sombra. Una franja clara, marrón tenue, se asomaba por el horizonte poniente: era lo que quedaba de la claridad. Todo era suave, difuminado, como si alguien lo hubiera pintado con el dedo. El olmo cercano tenía ramas que parecían una mano abierta a la que le faltaba un dedo. Crecía bajo, denso, llorando hojas hacia el suelo. Muy tupido. Muy secreto. Yo vestía un peto con tirantes, pantalones cortos y unas sandalias flojas. Se me salían con facilidad: al subir, al correr, al saltar… incluso al andar con descuido. Ascendí por una de las ramas más dolientes, donde el sauce lloraba más profundamente. Cientos de ...

ESTÍO.

  Rózame. No con las yemas, no con los dedos. Con tu sombra. O con esa forma indecente que tienes de pensarme. Pásate por aquí, de arriba abajo, en hora punta, entre el gentío y el olor a detergente barato y fruta podrida. Rózame con la idea de que existo. A veces me dices cosas que no entiendo, pero que se me quedan dentro, como astillas. “Bésame sobre el piélago de mis labios”, susurras, y no tengo idea —ni quiero tenerla— de qué es un piélago. Pero se me eriza todo. Y busco. Busco en el diccionario, como si de allí pudiera salir una salvación o un dedo que me palpe. ¿Hay álgebra en tus poemas? ¿O es física cuántica en lenguaje de carne? ¿Son fórmulas tus versos para que no me derrumbe? Camino siempre por el filo de la acera, como quien no tiene tierra firme en el corazón. Los camiones me miran desde sus retrovisores cóncavos, y siento que podrían tragarse este cuerpo frágil, lleno de hernias, de ternura, de ganas. Descargan cajas, olores, envases, pesos muertos. Langostinos cong...

RETRETE.

  La tristeza del retrete Desde hace un tiempo, las nectarinas, los melocotones y las ciruelas claudias me saben a sombra. Como si la fruta llevara dentro una amargura antigua, agria, en fermento. Algo me ocurre. El cuerpo se me ha vuelto un invernadero de podredumbre. Voy al retrete con una frecuencia desoladora, como quien acude a una cita con su espectro. Lo que dejo allí no me gusta: verde oscuro, a veces color pistacho, salpicaduras altas, y el paso calamitoso de la escobilla dejando atrás las inevitables gotitas de mierda, adheridas como la culpa. Llevo una estadística: diez meadas al día, ciento veinticinco mililitros por descarga. Mido en un tarro de cristal de espárragos. Al trasluz, la orina parece vino fino, La Ina, un ambarino perfecto, limpio, como si el cuerpo quisiera disimular lo que ya no puede sostenerse. Me recreo en el váter, leyendo el periódico largo rato. El médico dice que eso no es bueno para las almorranas, porque las tapas de plástico ceden y abren el ano...

VIDA.

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  Cuarenta inviernos en la piel marcados, huellas de un tiempo que no se olvida, la promesa antigua, ya no es apasionada, ya no es firme, constante, como marca de la vida. Los besos que fueron fuego en la madrugada, hoy son brasas cálidas en manos abiertas y calladas, el deseo que antes ardía en tormenta, se vuelve viento suave, brisa llena de paz lenta. No es amor de cuentos ni versos perfectos, es la trama real de dos seres conectados, es el abrazo que sabe igual que los días compartidos, es el silencio que a veces dice más que el sonido de mil ríos. Y aunque el alma a veces sueñe con lo perdido, en el roce cotidiano está lo vivido, porque amar no es solo pasión encendida, es estar juntos, en la calma, en la vida.

ERIKA.

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  Cuando Erika me deslizaba por las pantorrillas aquellas ramas blancas de ginerio, comenzaba de nuevo la ceremonia mensual. Antes, yo me había desplazado con la parsimonia que da la vejez por toda la avenida Puertollano, hasta un tercero derecha en el número treinta y ocho, entre un puesto de pan y un kiosco repleto de golosinas de colores. El edificio olía a lejía rancia y a soledad, como todo lo que se mantiene en pie por pura obstinación. La habitación tenía dos ventanas estrechas, tapadas por cortinas romanas que caían hasta el suelo. Sobre ellas, unos pesados cortinones de terciopelo brocado, de colores múltiples, filtraban la luz en una penumbra de arcoíris. Cuando traspasaba la puerta, me daba la impresión de entrar en un templo, uno donde podrían reencarnarse tanto la mismísima Gea como las perversas Moiras, rotas y decadentes. Me recibía siempre con cita previa. Llevaba puesto su pinganillo portátil, una gorra negra —de las SS, según ella—, un corsé de cuero que parecía s...

EL SACRIFICIO.

  La estancia era diáfana, como si hubiera sido dispuesta con esmero para recibirme. No hacía ni frío ni calor entre aquellas paredes altas, coronadas por rosetones de colores que filtraban una luz que se disolvía con forma de penumbra. Hileras de pilares cónicos se erguían solemnes, sosteniendo cúpulas recamadas de alegorías cósmicas, pinturas celestiales, donde constelaciones imposibles danzaban en silencio eterno. El olor a incienso era espeso, casi material, y los coros envolvían el aire con cánticos de origen de adoración religiosa. Sus voces no parecían humanas ni celestiales: eran de otro mundo, de otro tiempo. Yo avanzaba por la nave central con las manos atadas a la espalda, como si mi cuerpo conociera el camino antes que mi voluntad. A mi derecha, nadie. A mi izquierda, tampoco. Solo el vacío y la respiración imposible de las piedras. Al fondo, el altar irradiaba una quietud implacable. Inquietante. Me acerqué con pasos contenidos, sintiendo cómo el mármol absorbía mis te...

CUÁNTICO.

  *------------------* De todos los lugares que visitas, siempre hay uno más frío. Otro, en cambio, te recibe con un tibio resplandor que roza lo amable. Y alguno —quizá el más inquietante— te huele a confituras, a zapatos viejos, a goma industrial, a comida templada. Si existe el desdén, entonces yo soy su centro de gravedad. Habito bajo sus influjos ausentes, como si la indiferencia fuera un sistema solar con su sol apagado. Mis ojos se pierden en el centro mismo de un punto muerto, suspendidos como partículas sin certeza. Nos sentábamos frente a frente. Volvíamos a encontrarnos con los ojos, una vez más, de tantas veces ya. Era domingo, como casi siempre. Sin nada que hacer. Alguien había bajado el día hasta nosotros, como quien baja una lámpara vieja del altillo, y con él venía una claridad tenue que se colaba por la ventana y caía, con su peso invisible, sobre la mesa. Se cumplía la paradoja: existía lo que olía. Y, casualmente, olía a potaje de garbanzos con bacalao. Los garb...

CELDA.

  1.  Es la extraña y opresiva certeza de que no hay ojos sobre mí. Esa clase de silencio absoluto que no tranquiliza, sino que amenaza. Encontrarme en el bosque, entre la maleza espesa y los árboles de troncos nudosos, es haber logrado media huida. Desde aquí, entre sombras húmedas, puedo ver el edificio. Sus muros se alzan altos, reforzados, coronados de alambradas electrificadas que centellean como dientes de fiera. Entre los muros, una franja de asfalto: la carretera interior. Por ella circulan con puntualidad militar los vehículos de vigilancia, máquinas sin prisa que nunca se detienen. Cincuenta metros me separan de ese mundo amurallado. Solo cincuenta metros. Y toda una vida. 2.  Vivo en el bosque. Trabajo en el bosque. Durante el día talo árboles, fabrico puntales con su carne herida. Por las tardes descanso unas horas, apenas las necesarias para no desfallecer. Hace ya veinte días que empecé el túnel. La tierra es generosa: arcillosa, obediente, sin piedras que l...

PALABRAS.

  Las palabras que no dejan sombra Hay palabras que no se ven. No por pequeñas ni por suaves, sino porque no proyectan sombra alguna. Caminan como espectros sobre la piel del mundo, y nadie nota su paso. No brillan, no pesan, no suenan. Solo están. Sombrías, calladas, imposibles de señalar. Y sin embargo, lo cambian todo. Recuerdo la primera vez que vi el futuro. Fue apenas un segundo. Un segundo tan nítido que me dolió. Pude describirlo, sí. Pero ¿para qué? Nadie desea saber que todo se derrumbará y que la ternura también se pudre. Una mano bajó por mi espalda en ese mismo instante. No sabía de quién era ni a dónde se dirigía. Solo sentí cómo descendía, como si tocara una pendiente húmeda y tibia. Y al final, el vacío. No hubo destino para esa caricia, solo el gesto detenido en su propio temblor. También estaba el oído. Ese maldito oído mío, siempre atento, siempre esperando escuchar el latido de otra vida, como si mi salvación pudiera llegar en forma de sonido, como si un co...

LINEA.

  La línea clara Era un rito solitario, casi litúrgico. Más o menos cada tres días, siempre por la tarde, él la llamaba. Conducía los cuatro kilómetros que lo separaban del Cerro del Puerto, cruzando las ruinas romanas, bordeando prados que parecían no saber del paso del tiempo, eternamente verdes. Aparcaba en el rincón más alejado y solitario del estacionamiento. Muchos días, el mar se ofrecía nítido, sin bruma, con una transparencia casi ofensiva. Algún barco cercano lanzaba su pitido largo y grave —aviso ritual al práctico—, y cuando bajaba la ventanilla del coche, el rumor metálico del puerto le envolvía como una letanía lejana. A eso de las cuatro y media, marcaba. Sabía que ella dormía la siesta, o al menos lo intentaba. Entonces sonaba su voz al otro lado: cercana, conocida, sin sobresaltos. Charlaban de cosas sin importancia, retazos de tiempo, detalles. Él le describía lo que veía: la bruma o su ausencia, la claridad del horizonte, el azul hiriente del mar. A veces, ba...

DOMINGO.

  Otra vez domingo No puedo expiar ningún pecado. Lo sensual era por obra y gracia. Y estaban aquellas flores —no las de los jardines, sino las que brotan en la lengua cuando alguien pronuncia mi nombre en voz baja. Todo lo que era hermoso estaba allí, junto a una ventana sin marco, abierta al cielo irregular, cuarteado por nubes como las grietas de un espejo que ha visto demasiados rostros. Podría apretarte todos los días cuando sea domingo. Sin prisas, sin la impaciencia de los vivos. Solo la liturgia de los cuerpos, deslizándose como un rezo hacia ninguna parte. Y buscar nuevos enigmas debajo de la mesa, donde alguna vez ocultamos las cartas que no quisimos leer. En las estanterías, donde los libros susurran frases olvidadas y a veces alguien —nadie— responde. Los pensamientos nos invitan a la memoria. Nos arrastran a la orilla de lo que fuimos. No hay reglas invariables en nuestras secuencias, solo la sorpresa del eco. Hace una semana otra vez aquí, cuando todo era un silenc...

HUECO.

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  Hay un agujero en la dura piedra, es redondo, pudo ser una herida lenta, de un día trágico como una boca abierta hacía la ruina de la muerte, una entrada que nunca fue llamada. ¿Quién horadó la roca? ¿Fue el agua terca? ¿El tiempo ciego? ¿O el pensamiento mismo, hincándose como forma geométrica perfecta, como un clavo sin cabeza en un golpe certero. Ese vacío —oscuro, incompleto, casi un gesto más que una forma— mira sin mirar, espera sin pedir, se deja atravesar en giros exactos y el aliento es el polvo del instante. A veces creo oírlo decirme: “no soy hueco, soy duda. Soy la forma que dejó algo inesperado.” Y me acerco, con la respiración contenida como quien toca el umbral de un dios sin rostro. Y me asomo, pero no hay borde firme, ni respuesta, ni siquiera ya sombra de pregunta, que pueda explicar este vacío.

HOJAS.

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  Merece la pena que te despiertes otra vez, al tierno y luminoso gris. Otra vez poder verte arrastrando las hojas del otoño, acercándote leve, moviendo el aire que respiraré. He de decirte que el significado es que nada sobra, entre nosotros todo un mundo con sus figuras y sus formas. Imprescindible cualquier pliegue diminuto, el rastro más indiferente, la vida más trágica. Si vuelves a mover las hojas envejecidas, sabré que puedo hablarme a mi mismo, repetir lo que he de decirte, cuando tus ojos se posen sobre mi, a dos dedos de distancia, y tu mano me apriete de esa forma, en que vuelvo a reconocerme a mi mismo, cuando te digo que te quiero.

Y LUEGO.

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Primero fue el gesto: una mueca tenue, apenas una intención en los labios. Luego, la voz. La voz que brotó como si siempre hubiese estado ahí, escondida entre el silencio y la saliva. Y con la voz, los nombres. Nombrar fue la primera forma de ordenar el caos, de sujetar lo que, sin palabras, se disolvía. Era como un juego que yo le hacía, con la esperanza de que los recuerdos permanecieran dentro de este mundo. Nombramos lo más alto, y luego lo más alto aún. Lo ancho, lo grueso, lo lejano. Lo que se podía acariciar, y lo que se presentía. Nombramos el dulzor, y el amargor que viene después del beso. Lo rojo, lo muy rojo —ese que arde. El azul que tranquiliza y el blanco que no dice nada. Las cosas delgadas como agujas, como promesas, como el recuerdo de una caricia. Podría seguir, ¿sabes? Enumerar hasta las tres de la tarde. Y ni aun así alcanzaría a decirlo todo. Lo imaginable no tiene fin. Me había propuesto la máxima paciencia, tratando de redimirme con ella, tanto tiempo aguantando...

ELLO.

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  Llevo casi un año arrastrando una ansiedad que ha comenzado a moldear cada rincón de mi vida. Antes de que esta corriente oscura me arrastrara, solía contener con esmero mis impulsos más primarios, domándolos con una delicadeza que ahora se me ha vuelto extraña. He perdido el arte de amar con orden, con proporción. A veces, incluso, tengo la espantosa sensación de estar castrado en lo simbólico, como si una tijera invisible hubiese cercenado en mí la potencia de lo erótico, lo vital. En eso que llamo —con cierto pudor— mi conciencia, irrumpen, como un oleaje furioso, pulsiones irrefrenables. Algunas me provocan una forma de espanto que me vuelve extraño ante mi propio reflejo. Me asusto de mí, como si dentro llevara un animal que tiembla y gruñe, que no reconoce límites ni lenguaje. Me hablaron, en cierta ocasión, de un posible trauma vinculado a mi nacimiento. Una estancia prolongada en el vientre materno, como si ya entonces me negara a salir, a separarme de aquel mundo de tibi...