Zulema decía que lo hacía por amor, pero el amor de Zulema era una sopa en polvo, un preparado insípido que pretendía suplir la ausencia de sabor en nuestras vidas. Aseguraba que su caldo era una caricia líquida, un retorno al útero, un antídoto contra la intemperie y el frío de vivir desde que nacemos. Pero yo, esa noche, estaba hasta la coronilla del "Caldo de Gallina Maggi, Caldo de Gallina Blanca". Mi hartazgo no era un capricho; era una grieta en el alma que Zulema intentaba seguir abriendo con un consuelo envasado al vacío, un bálsamo genérico que no lograba calmar mi sed de autenticidad llenándome de incertidumbre. Ella sonreía con un fervor casi místico al servirlo, con una malicia que pretendía decirme que, por mi profesión de “mangante”, era el único néctar que merecía. Pero no era su sonrisa. Era la sonrisa del pollo estampado en el sobre, una mueca genérica que el vapor al calentarla le alisaba las arrugas del alma, devolviéndola a un estado de pureza que nunca l...
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