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ENVIRONMENT

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Mi entorno no es dichoso en el amplio sentido de la palabra, pero puedo considerarlo hasta cierto punto confortable. Tengo mi butacón para sentarme; y me da la claridad casi todo el día, por una ventana del patio de luces. Quizás noto en falta un poco más de espacio vital, aunque mis estiramientos son estáticos y apenas desarrollo ejercicios que requieran desplazamientos de mi cuerpo; a saber: trabajo los grandes pectorales, los grandes dorsales, hago derechos e izquierdos posicionados para la columna, ayudado de los brazos estirados; para las oblicuas utilizo el palo de la fregona; formo los deltoides; saco músculo a los hombros utilizando kilos de azúcar envueltos en cinta aislante (dos o tres paquetes de un kilo en cada mano); el transverso espinoso forzado me lo hago como si rezara a Mahoma; bíceps, tríceps y braquial anterior lo trabajo con tres kilos de garbanzos atados a cinta adhesiva, y con unas manillas de fieltro duro para facilitar todos los movimientos; mi abdomen lo tr

IRINEO

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Irineo se bajó los pantalones y los calzoncillos, abriendo ampliamente sus piernas, apoyándose con las manos sobre una mesa camilla. A sus años aquella postura tan particular le parecía de una indecencia sublime, que no casaba, en absoluto, con su histórica rudeza. Si estaba allí era por la insistencia machacona de Clotilde, su mujer. El doctor Bernabé le hablaba pausadamente; ya había sospechado su nerviosismo. Había contado con ciertas reticencias proporcionales a la edad, en personas de otras épocas, no dadas a este tipo de consultas. Bernabé le dijo: “Relájese, Irineo”. Irineo en aquella postura todo lo veía tendencioso; lo de relajarse sobre todo. Como suponer, analizar, vislumbrar que raras elucubraciones pasaban por su mente. Que se figuraba de aquello, tan cotidiano y normal dentro de la ciencia de la auscultación médica. “Relájese, Irineo, relájese”, le repitió el doctor Bernabé. Irineo, de vez en cuando volteaba la cabeza como una res extrañada, oteando las evoluciones de la

CACOFONÍA

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Le dejé el manuscrito un jueves de septiembre. Lo recuerdo bien por la ilusión que me hizo. En estos casos es normal que la imaginación se desborde por el hecho de que, por fin, puedes publicar algo que has escrito y que otros puedan leer -Es el ego que tienen poetas, ensayistas, escritores [etcétera]; en general, muy egocéntricos e infantiles-. El Sr. Silverio estaba allí sentado, tirado hacía atrás, en su sillón de cuero, mirándome. Supongo que habría detectado en mi forma de hablar el nerviosismo que me embargaba. Venga acá ese manuscrito –me dijo-. Quede claro que lo hago por la recomendación que trae usted, no suelo hacer esto con nadie –prosiguió-. Yo quizás asentí con la cabeza; qué decir en estos casos. Cuando salí de allí observé mi manuscrito, impoluto, exquisitamente encuadernado con tapas de cartón de color rojo oscuro, y el título en una etiqueta blanca que ponía aquello de: “La sima de las almas caídas”. El título era sugerente y profundo. Pues bien; allí quedó Silverio

SUPERSTICIONES

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Muchas veces tienes presentimientos que se cumplen, y otros quedan vagamente olvidados, pudiendo retornar en cualquier momento. No sé si intuir y presentir es lo mismo. Quizás intuir es esperar que algo ocurra porque existen rasgos físicos observables, que nos hacen sospechar que algo puede suceder. Presentir puede tener más apreciaciones de dimensiones diferentes, en donde la superstición tiene una carga muy importante. La superstición a su vez se encadena a ceremonias subjetivas; actos obsesivos que ocurren porque ha nacido algo supersticioso en nosotros; algo alegórico, como el pez que se muerde la cola: hago la ceremonia obsesiva para que un hecho supersticioso no pueda ocurrir; y al contrario, me ha ocurrido un suceso extraño, inusual, desagradable, porque la ceremonia obsesiva no ha sido realizada. Esto que explico, un tanto “farragosamente” , lo hago porque yo ando de estas guisas. Abran una llave grande a la palabra neurosis, y allí encontrarán numerosos síntomas que me van

LLUVIA

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De todas las cosas que podíamos añorar o detestar estaba la lluvia. Podíamos añorarla hasta sentir la necesidad de una boca sedienta; de hacer rogativas, de sacar a la Virgen del Carmen a dar vueltas por el atrio de la iglesia y alrededor del cementerio. Podíamos añorar el olor que dejaba la tierra cuando volvía la lluvia, aquel vapor que se veía subir abandonando la sed. Por otro lado, en el mes de Abril cuando las claridades empezaban a ser largas, si la lluvia se ponía días y días con aquella capota de niebla sobre los montes, también la odiábamos. La lluvia tenía esas alegrías y esas tristezas. Yo ahora quiero hablar del exceso de lluvia y de los recuerdos. Los recuerdos pueden ser gotas y gotas, ensoñados, detrás de un cristal que está como llorando. La sorpresa, la pesadumbre del sueño cortado repentinamente al labrador que baja precipitado para ve flotar a las vacas, a los caballos, sobre una mezcla de abono y agua turbia, en una cuadra hecha de losas; sobre esa angustia de tene

EL EFECTO RELÉ

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Ya empiezo a prescindir de ciertos recuerdos, aquellos que tienen una carga de acritud más elevada. Estar avezado a controlar los malos recuerdos no es fácil, aunque instintualmente tratamos de evitarlos. Algunas veces, no sé por qué mecanismo y efecto relé, vuelven a nosotros, desorientándonos, dejándonos fríos por esa realidad recobrada que parece aplastante. Yo ahora mismo me encuentro delante del aparador de la habitación, hace tiempo que no abro esta puerta, no sé cuanto. Y me ha dado por coger una vieja caja de zapatos azul escondida por prendas de ropa en la parte de atrás de un estante. Me dio por sentarme en la cama. Al abrirla vi toda una historia: fotos antiguas, y alguna reciente de tan sólo hace unos doce años. He ido recorriéndolas con mis ojos al mismo tiempo que las ordenaba. Las fotos tienen ese efecto relé, han abierto los circuitos de mi memoria; eran personajes olvidados unos, casi olvidados otros; pero por un destello inicial que me produce la imagen que miro, empi

TABACO

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El abuelo se sentaba debajo de la mimosa y no le repugnaba aquel olor dulzón que desprendía; ni el rastro de polen amarillento que le caía por la boina cuando se iba, después de estar allí sentado toda la mañana. Los domingos, muchas veces, me ponía a su lado y percibía su olor a estiércol, y a cuarterón de tabaco. Me gustaba verlo aparecer detrás de las bocanadas de humo, su cara llena de rallones y surcos, su nariz chata de boxeador, y sus grandes manos apoyadas en el bastón. Los domingos le recogía colillas; lo que agarraba después de otear en el atrio de la iglesia, o por la acera del ayuntamiento. Cuando acababan las fiestas de San Timoteo, algunas veces conseguía cigarros enteros, sin prender, o algunos prendidos por la punta, o algunos con labios de mujer marcados y la mitad sin consumir. A mi me gustaba darle aquellos cigarros; y el, algunas veces, me estiraba una perrona grande de su bolsillo del chaleco; pero si no había perrona, sentía su mano gorda, áspera, pasar sobre mi

JUEGO DE NIÑOS

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Andábamos a eso de las seis de la tarde jugando por el Sendero de la Vega. Este sendero era muy antiguo, y bajaba paralelo a unos amplios cortafuegos que llegaban hasta Villa Vélez, cortando un tupido bosque de eucaliptos. En el medio estaban aquellas columnas de alta tensión, con las catenarias de cable en amplios arcos que brillaban con el sol. Eliseo y yo siempre jugábamos por aquel sendero bajando el terraplén, arrastrándonos en sacos de plástico en donde había hierba; o en una carreta de ruedas de madera con la parte de atrás frenando por donde el suelo estaba pelado. Aquel día Eliseo se quedó ensimismado mirando para las barras de acero galvanizadas que se levantaban como monstruos a unos metros de distancia. Luego comenzó a caminar hasta la base de la más cercana; yo quise seguirle pero algo, no sé el qué, me hizo quedar parado, mirándole. No le grité porque no suponía nada (cuando tienes ocho años no hay nada peligroso), eran simples barras de hierro entrelazadas que se debían

VERTIGO

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Esta mañana me levanté y todo me daba vueltas. Mover la cabeza lo más mínimo sobre la almohada era como si todo se me cayese encima; una sensación de nausea completa, y muchas ganas de vomitar. En esos instantes no sabía, no podía determinar las causas de aquel repentino ataque; me imaginé un sin fin de enfermedades, desde las más simples a las más complejas. Creo que estuve en esa postura unas cuatro horas, desde las siete hasta las once, estático, sin moverme lo más mínimo; mirando al techo. Si me movía era todo repetido, parecía que se caían otra vez el techo y los tabiques; ahora que lo estoy escribiendo siento que me vuelve esa sensación. Cuando me levanté, a eso de las once, tuve la impresión de que todos aquellos síntomas me habían desaparecido, aparte de un mal recuerdo, me quedaban escasas secuelas. Bajé al garaje y me metí en el coche para ir al trabajo. Logré salir de la ciudad sin ningún problema, pero cuando atravesaba el puente de San Juan, me vino otra vez aquello, creo

VETERINARIA

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Como en el pueblo no hay Médico me vino a ver la Veterinaria. Era graciosilla. Yo le dije que me tomase como tal; para que no se le hiciese novedad. Me auscultó por todos los sitios posibles de mi cuerpo en donde el corazón tiene posibilidades de sonar debajo de la piel. Vi como ponía cara de preocupada. Luego me cogió por la barbilla y por mi nariz, y me miró dentro de la boca. Cuando se iba me dijo aquello de que llevaba una vida de verdadero perro (valga la redundancia).

AP6

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Esta pequeña nota la escribo apresurado sobre el volante de mi coche, mientras espero aparcado en el área de servicio de la AP6, en Villalba. No tengo mucho tiempo para andar con descripciones. Es junio y por ahí arriba está todo azul, no hay ni una nube. Siento el paso de los grandes camiones moviendo el aire; y no percibo muchas más sensaciones de mi entorno; aparte de un intenso olor a neumático y asfalto (brisa inexistente; a veces, alguna sensación de sofoco). Ahora mismo me encuentro plenamente ansioso. Tengo la impresión de que me vienen siguiendo desde Adanero -y esto (creo) no es ninguna manía persecutoria- He mirado una y otra vez por el retrovisor y los he visto; han ido intercalando los coches para no ser detectados: primero un Alfa Romeo, luego un Passat, un Citroen C5, un Mercedes SL 350, un BMW, impecable, de última generación, y de gran cilindrada [etc.]. Ahora mismo reflexiono qué hacer. He parado porque necesito pensar y escribir esto (mi mujer lleva un cuarto de hora

SOMBRA.

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Mi sombra iba delante de mí, porque el sol estaba allí arriba, detrás, y caía pesado como un plomo; y también estaba todo parado, nunca se movían las hojas de los árboles, porque el viento no daba por ningún lado. Cuando todo está así iluminado abres los ojos muy poco, molesta la claridad y no prestas mucha atención. Estos senderos para subirlos tienen algo de inhumano, pero si los bajas apresurado puedes despeñarte por las losas de punta que reciben tus pies. Salir a estas horas con el perro es un riesgo, se te puede cocer el cerebro. Del pueblo no se oía nada, alguna voz, quién sabe de que sitio; lo otro eran las chicharras en un coro machacón. El perro se paró allí, en aquel rastro de sumidero seco, otras veces con agua, y se puso aullar, a mover la tierra con las patas, yo me acerqué con cierto cansancio, y vi la mano saliendo, medio deshecha, por entre aquellos plantones de jara. No sé porque rara posición, en ese instante, mi sombra era yo mismo, la pisaba, sobresalía de mí