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INDUMENTARIA.

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Hoy cuando llegué a casa eran las ocho de la tarde. Traía puesto unos calzoncillos de abanderado modelo underwear de cuadros a rayones grises en transversal y longitudinal, una camiseta tipo atletismo de color blanco de marca oysho (debe ser china), y que pone en la etiqueta we care about you . Bien. Los pantalones eran de pana de color verde oscuro hechos por confecciones Sur, en la calle Santa Justa de Málaga, ochenta por ciento de algodón, aunque en la etiqueta ponía Cortefiel de la talla del cuarenta y cuatro. Una camisa de la marca Cortefiel, pone en la etiqueta poplin Collection , talla xl, de color beis tirando a oscuro y rayas verticales de color vino. Un jersey de pico haciendo juego con el color del pantalón talla xl, no puedo deciros la marca porque tiene la etiqueta arrancada, desconozco por qué, yo no me acuerdo de haberla arrancado. Bien. También llevaba un chaquetón de la marca Pedro del Hierro, el color es más bien azul marino, pero tirando a oscuro. No vi

SE LA TRAE FLOJA.

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Yo iba por la calle Modesto Areas de esa forma en que camino, se me ve atónico, con un despacio especial de hombre que lleva muchas historias colgando. Y a eso me refiero, cuando voy andando así, es que voy pensando en hechos especiales de mi vida. .. Cuando llegué a la altura de la Sidrería la Checlaina estaba allí aquella máquina expendedora de Serventa, entre una cámara frigorífica que daba a la calle y una tienda de prendas íntimas. Me fijé extensamente en unos sujetadores con aros para todos los bustos, camisones de tirantes finos, bodys faja de encajes, braguitas bordadas con flores, y por el otro lado aquellas bocas inanimadas de un sargo mediano, un besugo tristón, un lenguado vestido de negro, y una lubina enroscada mordiéndose la cola, y mucho perejil. Puse mi maletín en el suelo, le metí dos euros a la Serventa y le calqué al A-28 , una ensalada ligera con brotes de soja, abre súper fácil, esperé, y miro a la maquinita que hace aquel gesto de autómata para

EL SUICIDIO.

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En la pequeña habitación que daba al patio de luces a través de una escasa ventana de dos hojas con unos frágiles visillos de tul blanco siempre había existido la primavera. Sobre una pequeña repisa que hacía esquinera a media altura había flores metidas en un brillante jarrón de porcelana azul. En enero estuvieron allí dalias y claveles, en febrero violetas y heliotropos; y ahora que era una fría mañana de domingo del mes de marzo, existían dentro del jarrón una mezcla de narcisos y ramas de mimosas que daban aquel extraño dulzor al ambiente, mezclado con el olor de la cera quemada por las innumerables velas de colores esparcidas por toda la habitación. Se amaban en marzo y el mundo existía parcialmente. Amarse en marzo, en una tarde de domingo, puede ser hermosamente bello; la piel se encoge y estira más que en abril y en mayo. Mara, estaba delante del espejo, su cara redonda apenas perceptible en la penumbra de la habitación. Beatriz comenzó a acariciarle el mechado

BABOSAS.

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Dame goce. Ábrete. Déjame poner la boca ahí. De alguna forma dejamos un rastro inacabado, por nuestra ansia de proseguir.. Desde un libro de aventuras me vino un sueño solitario y animal. Hincamela de rodillas, nadie acecha. Tus ojos de loco en el último impulso. Hay un lugar donde escrutan miles de gusanos, no te quedes quieto.   Me dice la abuela Nora: vete por la pita parda al gallinero hoy hacemos caldo para el abuelo. Cuando bajas al gallinero por noviembre todo lo encuentras lleno de babosas y caracoles, es como si subieran del cementerio, trepan por las piedras y brilla su camino. En el gallinero hay doce pitas y dos gallos, el kiriko es pequeño pero chulo, camina así, altivo, y ojea malo. La parda tiene el culo pelado y se le ve la natura como si fuera un mal beso -con boca cerrada-, de un enemigo. A mi me da pena matar las pitas al estilo onda, cogerlas por la cabeza y darles vueltas, yo a las pitas no las mato así, me da canguela, sufre

ESTO ES EL FIN.

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Mi padre siempre me llevaba a ver la Super Bowl y luego a pescar truchas al río Navia. En la Super Bowl entrábamos al estadio por una espiral de hormigón que iba dando vueltas y vueltas; cuando llegábamos al vomitorio de la entrada del estadio yo casi estaba cansado. La ultima vez nos sentamos entre un rubio mofletudo con un chándal de color azul y una bandera de los eeuu muy llamativa sobre el pecho que ponía número dieciocho, al lado había una señora de Connecticut con un culo enorme y un chándal totalmente rojo y una gorra de visera larguísima toda bordada con un balón cosido y unas letras en amarillo que ponían xli; su gorra tenía forma de un melón enorme. Delante de nosotros había un calvo que tenía una cabeza en forma de esfera y unas espaldas en las que podría aterrizar un b52 .Todos comían enormes calderos de palomitas, perritos calientes, hamburguesas, trocitos de pollo asado; también había muchos del servicio secreto, con gafas negras que no comían nada. Mi p

COMPAÑERO DE CAMADA.

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Que los aromas dejados por el ser querido hacen su ausencia más llevadera puede ser una realidad. He descubierto que ahora que  él se ha ido soy una puñetera perra oliéndolo todo, me huelen hasta las realidades que no puedo tocar, las ensoñaciones que son éter azulado en mi cabeza, la luz mortecina que va apagando la tarde sobre las cosas que él tocaba. Pero sobre todo, las sábanas que aún no he lavado. Qué extraño todo. En realidad, antes, con su presencia física nada de esto me incluía en el género de perra puñetera. Antes, cuando él llegaba, incluso aborrecía su presencia después de un día en plena libertad de pensamientos, era como si llegase a invadir mi mundo vital y diminuto. Y es que en realidad, nunca intentó seducirme, todo era práctico, usual, normal, endiabladamente perfecto. Nunca una rosa. La vida así vivida, es como un diario lleno de anotaciones intranscendentes. Entonces, a qué se debe toda esta ceremonia captadora de espirituales presencias sobre las

EL CUERPO DE ELLA.

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Medio doblado, tenía bolas de cristal con colores dentro, difuminadas; una estela de arco iris sobre un contorno suave y brillante. Hubo un primer sol, era obvio, estaba el amanecer reflejado por las fachadas con color de fresa, y no podía evitar el jugar sólo. Tenía un borde de mi piel que me dolía, si me reía. Pero el día y el mundo no amenazaban, aún, si acaso, bandadas de estorninos sobre cables altos de teléfono, equilibristas, para irse en un viaje, yo no sabía a donde, era un quién sabe, y daban vueltas. Yo no tenía pasiones, aún, pero me decían que estaba enamorado de Angélica. Que tenía un neceser con puntillas dentro, y una barra de labios, y una pulsera de aluminio, y una diadema y una barra de los ojos, y un papel blanco donde escribía cosas con un lapicero de color, casualmente, azul. No había rótulos, aún, debajo de una galería ponía lo de se vende abonos, cal viva, azufre, piedra pómez, sulfato, bombonas de butano, guanos, y lozas dibujadas con festones

EL PATITO.

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La niña está mirando extrañada su patito de color amarillo. Aún no es del todo de día. Estoy sentado delante del ventanal del comedor sobre una silla de mimbre en una posición estática que hasta cierto punto me parece ilógica. Cabalgo el salvavidas de la niña cubierto por una bata desgastada de color agrisado, y por debajo de mis dos piernas asoma la cabeza del patito con sus grandes ojos abiertos y su largo pico hinchado, esbozando una pícara sonrisa. Y la niña viene a cogerle el pico al pato, y yo llamo a Zulema para que quite a la niña de aquí, porque con sus manitas me roza el capullo sobre la cresta del patito sin quererlo, y Zulema llega y coge la niña de muy mala hostia tirando de ella, y me dice aquello de vaya postura de cerdo degenerado que tienes.   Cuando leí el informe del cirujano y vi todo aquello me sorprendí de cierta manera: dos prolapsos internos, cuatro abultamientos perianales, seis ramificaciones de tejido submucoso sobre el mismo borde dentado de

EN SU CARA.

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Argimiro era un iconoclasta psicológico que destruía a todo lo que tocaba. Era de esos compañeros de oficina, simpatiquillos, ramplones y miserables que se ríen de todo lo vencido y apocado. En mis primeros meses de trabajo me lo había hecho pasar muy mal con sus bromas desconsideradas, sus burlas y vejaciones. No voy a pormenorizar todo lo vivido en aquellos pasillos recortados por biombos y estanterías. Pero todo tiene en esta vida su justo precio, es el fabuloso precio que vale la venganza. La idea surgió un jueves de semana santa de hace casi un año. Lo vi con su mujer en una sidrería del barrio del Coto, sentados en una mesa del fondo. No sé si el me vio. Pero yo los estuve observando largo rato, y comprendí por el comportamiento de ella, por sus miradas, por su forma de gesticular, por un sexto sentido que a veces tenemos, que era una gran celosa. Lo medité a la vuelta hacía mi casa, lo pensé sagazmente, lo razoné. La idea me vino cuando al llegar un día del trabajo vi aquell

GRANDIOSOS COLORES.

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Cuando llenábamos ramos de laurel con galletas redondas a las que se les podía meter un dedo por el medio, y luego los llenábamos de caramelos que atábamos con hilo de coser, y luego papeles de celofán que eran de colores, deshilachados, y luego en la misma punta del ramo un lazo rosa de mis hermanas. Y luego los llenábamos con más cosas que no recuerdo. Los llenábamos. Las galletas María se rompían por el medio. Los hombres se morían y cerrábamos las ventanas para que no se quedase el alma. Los llenábamos de... no me acuerdo. Bueno, el ramo estaba repleto de todo cuando lo mirabas. Era por Abril. Llevo varios años pensando en cómo soñaba. La antena de la radio era un hilo de cobre, la radio estaba tapada por un tapete blanco, la antena salía por la parte de atrás, iba hacía arriba, atravesaba las tablas del techo hasta el desván, por el desván de un lado al otro, enroscado sobre una viga carcomida, y salía una punta simple de alambre entre el hueco de las losas de pizarra,

GRUPA DE LA MUERTE.

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El día era el habitual, ni muchas nubes ni pocas, sólo estaban lisas y altas. No hacía ni mucho frío ni mucho calor, digamos que todo era normal.Pero para Celestino era el tercer jueves del mes, y a su edad solo podía ya homenajearse con ciertos refinados gustos. Le había dado por las sesenta y cuatro artes de Babhravya, y todas sus doctrinas secretas que intentaban buscar la profundidad de los escondidos sentidos de su envejecido cuerpo. Pero como la eterna juventud es trasmutable, Celestino buscaba en el jardín del edén muchachas jóvenes, muchachas que le llenasen de vida. Cuando enfiló la Calle Felipe Neri iba dispuesto, mudado y limpio. Todo era igual que siempre: la parada de taxis, el kiosco de periódicos, y frente a la cafetería Oriental estaba el número 28, sobre un portal con dos escalones, disimulado y sencillo. Tocó en el tercero, esperó unos instantes, miró en todas las direcciones de la calle por si había algún conocido sospechoso, y empujó la puerta. En un san

ME HA PUESTO.

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Era aquella parsimonia para limpiarse desde la sínfisis púbica hasta el transverso superficial del periné, sentada en el bidet, o con la ducha pasando una y otra vez su mano. Su vestíbulo y todo el peritoneo con aquel piquito de pelo en forma de triangulo esotérico, espiritual, con el vértice hacía abajo, marcando el camino. Era como un rito lavarse todas las incurvaciones , secárselo cuidadosamente, para ponerse luego unas gotitas de fragancia, que dejaba un profundo olor a sándalo. Otros perfumes que se ponía le daban a aquella desembocadura un toque de esencia de pétalos y peristilos, a flores de bach, extraordinariamente apetecible. Habíamos pasado junto a la marea, y un puntito rojo esmeralda al lado de las colinas que daban al puerto como una pequeña luciérnaga. El mar como un plomo quieto. Las barquitas extrañamente inmóviles, levemente reflejadas en el agua, como si se preparasen para una tempestad. Tu mano pequeñita casi imperceptible, y quizás algo de deseo, y lo