LLUVIA
De todas las cosas que podíamos añorar o detestar estaba la lluvia. Podíamos añorarla hasta sentir la necesidad de una boca sedienta; de hacer rogativas, de sacar a la Virgen del Carmen a dar vueltas por el atrio de la iglesia y alrededor del cementerio. Podíamos añorar el olor que dejaba la tierra cuando volvía la lluvia, aquel vapor que se veía subir abandonando la sed. Por otro lado, en el mes de Abril cuando las claridades empezaban a ser largas, si la lluvia se ponía días y días con aquella capota de niebla sobre los montes, también la odiábamos. La lluvia tenía esas alegrías y esas tristezas. Yo ahora quiero hablar del exceso de lluvia y de los recuerdos. Los recuerdos pueden ser gotas y gotas, ensoñados, detrás de un cristal que está como llorando. La sorpresa, la pesadumbre del sueño cortado repentinamente al labrador que baja precipitado para ve flotar a las vacas, a los caballos, sobre una mezcla de abono y agua turbia, en una cuadra hecha de losas; sobre esa angustia de tene