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LLUVIA

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De todas las cosas que podíamos añorar o detestar estaba la lluvia. Podíamos añorarla hasta sentir la necesidad de una boca sedienta; de hacer rogativas, de sacar a la Virgen del Carmen a dar vueltas por el atrio de la iglesia y alrededor del cementerio. Podíamos añorar el olor que dejaba la tierra cuando volvía la lluvia, aquel vapor que se veía subir abandonando la sed. Por otro lado, en el mes de Abril cuando las claridades empezaban a ser largas, si la lluvia se ponía días y días con aquella capota de niebla sobre los montes, también la odiábamos. La lluvia tenía esas alegrías y esas tristezas. Yo ahora quiero hablar del exceso de lluvia y de los recuerdos. Los recuerdos pueden ser gotas y gotas, ensoñados, detrás de un cristal que está como llorando. La sorpresa, la pesadumbre del sueño cortado repentinamente al labrador que baja precipitado para ve flotar a las vacas, a los caballos, sobre una mezcla de abono y agua turbia, en una cuadra hecha de losas; sobre esa angustia de tene

EL EFECTO RELÉ

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Ya empiezo a prescindir de ciertos recuerdos, aquellos que tienen una carga de acritud más elevada. Estar avezado a controlar los malos recuerdos no es fácil, aunque instintualmente tratamos de evitarlos. Algunas veces, no sé por qué mecanismo y efecto relé, vuelven a nosotros, desorientándonos, dejándonos fríos por esa realidad recobrada que parece aplastante. Yo ahora mismo me encuentro delante del aparador de la habitación, hace tiempo que no abro esta puerta, no sé cuanto. Y me ha dado por coger una vieja caja de zapatos azul escondida por prendas de ropa en la parte de atrás de un estante. Me dio por sentarme en la cama. Al abrirla vi toda una historia: fotos antiguas, y alguna reciente de tan sólo hace unos doce años. He ido recorriéndolas con mis ojos al mismo tiempo que las ordenaba. Las fotos tienen ese efecto relé, han abierto los circuitos de mi memoria; eran personajes olvidados unos, casi olvidados otros; pero por un destello inicial que me produce la imagen que miro, empi

TABACO

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El abuelo se sentaba debajo de la mimosa y no le repugnaba aquel olor dulzón que desprendía; ni el rastro de polen amarillento que le caía por la boina cuando se iba, después de estar allí sentado toda la mañana. Los domingos, muchas veces, me ponía a su lado y percibía su olor a estiércol, y a cuarterón de tabaco. Me gustaba verlo aparecer detrás de las bocanadas de humo, su cara llena de rallones y surcos, su nariz chata de boxeador, y sus grandes manos apoyadas en el bastón. Los domingos le recogía colillas; lo que agarraba después de otear en el atrio de la iglesia, o por la acera del ayuntamiento. Cuando acababan las fiestas de San Timoteo, algunas veces conseguía cigarros enteros, sin prender, o algunos prendidos por la punta, o algunos con labios de mujer marcados y la mitad sin consumir. A mi me gustaba darle aquellos cigarros; y el, algunas veces, me estiraba una perrona grande de su bolsillo del chaleco; pero si no había perrona, sentía su mano gorda, áspera, pasar sobre mi

JUEGO DE NIÑOS

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Andábamos a eso de las seis de la tarde jugando por el Sendero de la Vega. Este sendero era muy antiguo, y bajaba paralelo a unos amplios cortafuegos que llegaban hasta Villa Vélez, cortando un tupido bosque de eucaliptos. En el medio estaban aquellas columnas de alta tensión, con las catenarias de cable en amplios arcos que brillaban con el sol. Eliseo y yo siempre jugábamos por aquel sendero bajando el terraplén, arrastrándonos en sacos de plástico en donde había hierba; o en una carreta de ruedas de madera con la parte de atrás frenando por donde el suelo estaba pelado. Aquel día Eliseo se quedó ensimismado mirando para las barras de acero galvanizadas que se levantaban como monstruos a unos metros de distancia. Luego comenzó a caminar hasta la base de la más cercana; yo quise seguirle pero algo, no sé el qué, me hizo quedar parado, mirándole. No le grité porque no suponía nada (cuando tienes ocho años no hay nada peligroso), eran simples barras de hierro entrelazadas que se debían

VERTIGO

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Esta mañana me levanté y todo me daba vueltas. Mover la cabeza lo más mínimo sobre la almohada era como si todo se me cayese encima; una sensación de nausea completa, y muchas ganas de vomitar. En esos instantes no sabía, no podía determinar las causas de aquel repentino ataque; me imaginé un sin fin de enfermedades, desde las más simples a las más complejas. Creo que estuve en esa postura unas cuatro horas, desde las siete hasta las once, estático, sin moverme lo más mínimo; mirando al techo. Si me movía era todo repetido, parecía que se caían otra vez el techo y los tabiques; ahora que lo estoy escribiendo siento que me vuelve esa sensación. Cuando me levanté, a eso de las once, tuve la impresión de que todos aquellos síntomas me habían desaparecido, aparte de un mal recuerdo, me quedaban escasas secuelas. Bajé al garaje y me metí en el coche para ir al trabajo. Logré salir de la ciudad sin ningún problema, pero cuando atravesaba el puente de San Juan, me vino otra vez aquello, creo

VETERINARIA

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Como en el pueblo no hay Médico me vino a ver la Veterinaria. Era graciosilla. Yo le dije que me tomase como tal; para que no se le hiciese novedad. Me auscultó por todos los sitios posibles de mi cuerpo en donde el corazón tiene posibilidades de sonar debajo de la piel. Vi como ponía cara de preocupada. Luego me cogió por la barbilla y por mi nariz, y me miró dentro de la boca. Cuando se iba me dijo aquello de que llevaba una vida de verdadero perro (valga la redundancia).

AP6

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Esta pequeña nota la escribo apresurado sobre el volante de mi coche, mientras espero aparcado en el área de servicio de la AP6, en Villalba. No tengo mucho tiempo para andar con descripciones. Es junio y por ahí arriba está todo azul, no hay ni una nube. Siento el paso de los grandes camiones moviendo el aire; y no percibo muchas más sensaciones de mi entorno; aparte de un intenso olor a neumático y asfalto (brisa inexistente; a veces, alguna sensación de sofoco). Ahora mismo me encuentro plenamente ansioso. Tengo la impresión de que me vienen siguiendo desde Adanero -y esto (creo) no es ninguna manía persecutoria- He mirado una y otra vez por el retrovisor y los he visto; han ido intercalando los coches para no ser detectados: primero un Alfa Romeo, luego un Passat, un Citroen C5, un Mercedes SL 350, un BMW, impecable, de última generación, y de gran cilindrada [etc.]. Ahora mismo reflexiono qué hacer. He parado porque necesito pensar y escribir esto (mi mujer lleva un cuarto de hora

SOMBRA.

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Mi sombra iba delante de mí, porque el sol estaba allí arriba, detrás, y caía pesado como un plomo; y también estaba todo parado, nunca se movían las hojas de los árboles, porque el viento no daba por ningún lado. Cuando todo está así iluminado abres los ojos muy poco, molesta la claridad y no prestas mucha atención. Estos senderos para subirlos tienen algo de inhumano, pero si los bajas apresurado puedes despeñarte por las losas de punta que reciben tus pies. Salir a estas horas con el perro es un riesgo, se te puede cocer el cerebro. Del pueblo no se oía nada, alguna voz, quién sabe de que sitio; lo otro eran las chicharras en un coro machacón. El perro se paró allí, en aquel rastro de sumidero seco, otras veces con agua, y se puso aullar, a mover la tierra con las patas, yo me acerqué con cierto cansancio, y vi la mano saliendo, medio deshecha, por entre aquellos plantones de jara. No sé porque rara posición, en ese instante, mi sombra era yo mismo, la pisaba, sobresalía de mí

PALABRAS

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Amaro era de Veigadana, al lado de Porriño. Onofre era de Portezuelo, al lado de Plasencia. Y esto que os cuento fue hace bastantes años, cuando todos andábamos por la cuarentena y trabajábamos en Fertiberia, en una planta de Avilés. Allí los turnos de noche tenían aquel aire turbio de la ría; una zona industrial lo llena todo de humo pegajoso, cuando no corre el aire, lo respiras, te suenas la nariz y allí queda aquel rastro negro de detritus. Amaro y Onofre se llevaban tan mal que cuando se miraban sus ojos se lanzaban rayos y centellas. Amaro era el maquinista de los vagones cargados de sacos de abono, los arrastraba hacía la báscula con su ruidosa máquina Diesel. Los dos se comunicaban por una emisora de radio portátil. La cosa consistía en dejarlos perfectamente situados y alienados sobre una marca de la vía móvil de la báscula. Pues bien, Onofre tenía el puesto de la cabina de pesada, y cuando el vagón estaba perfectamente situado sobre la marca para pesarlo, le decía a Amaro:

PROCESIONARIA

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Si ves germinar algo, piensas que es un milagro; y todo lo que corre o repta por el suelo puede serlo también. El jueves pasado baje a los pinares de la Hondonada, había dos años que no pasaba por allí, desde lejos se ve tupido, y según vas bajando la cuesta hacía Zenón, empiezas a oler la resina fresca. Allí hay mucho pino piñonero, negrales y blanquillos, bastantes donceles, y algún que otro pino real. Cuando vas caminando por el suelo pisas la aguja marrón que suena bajo tus pies como si estuvieras cortando pan recién salido del horno. Cuando llegué a la parte frondosa del pinar me quedé extrañado al mirar sus copas, se veían los bolsones con su envoltura blanquecina como de tela de araña completamente compacta, con forma de huevo, colgada de la rama principal o de los salientes más extremos. Cuando me seguí adentrando empecé a comprobar por los recovecos del suelo aquel desfile singular de procesionarias. No podría evaluar la cantidad de metros ni la cantidad de hileras que zigzagu

SACRIFICIO

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He tenido suerte, en la trampa de la terraza ha caído una paloma con los ojos amarillos; es hermosa: tiene plumas marrones en el cuello, y las timoneras son de azulado oscuro, con el dorso blanco, y en los tarsos plumas doradas que le tapan los dedos. Hoy estamos a veinticinco y es viernes, la luna llena entra el veintiséis y parece que estará despejado. También he sacado el tarugo de roble, la palancana, y el cuchillo de chef, y la túnica blanca. La ceremonia la empezaré a las doce de la noche y si no hay novedad, para la una me fumaré los cornezuelos de centeno. Viendo la paloma tan inquieta dentro de la trampa, zureando, como si presintiese su muerte, me da algo de pena tener que cortarle el cuello.

VELATORIO

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Por lo poco que sé de aquel suceso, las cosas ocurrieron sobre las dos de la mañana de un mes de agosto, de hace cuarenta años. Estaban velando al muerto en la casa de Desiderio, era su abuelo, el Tuerto de Quiñones, con la caja posada sobre la artesa, en el salón de la galería que estaba encima del ganado. Allí había muchas enredaderas de pino, me acuerdo bien de aquel salón con las paredes ahumadas por la antigua cocina de leña, y el olor a estiércol que llegaba de la cuadra. Allí se calendaban de seis en seis pasándose de vez en cuando la botella de orujo. El milagro pasó, como digo, un poco antes de las dos. Los que estuvieron allí dicen que la luna casi se tocaba, y que fuera, por la cornisa, las golondrinas se arrumaban sin casi caber en los nidos. Dicen que tenían una torda y dos pintas en la cuadra, además de conejos, un borrico, y dos mulas de arrastre para la madera, y que puede que hubiese más vida allí, (gallinas también las había, y si eran las dos de la mañana puede que a