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Mostrando entradas de marzo, 2025

SUCCIÓN.

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  Fuimos siempre de la opinión de que, si llovía, había que abrir el paraguas. Hasta ahí, de acuerdo. Incluso, cuando el sol caía a plomo, el paraguas seguía abierto por su utilidad. Nada que discutir. Para pasarle el brazo por el hombro, otra posibilidad: el paraguas, siempre abierto. Me daba no sé qué la anchura de sus espaldas, el volumen generoso de su trasero, sus piernas robustas con las rodillas tocándose al caminar. Sentía su calor de un lado; avanzábamos juntos, cogidos quizás, de la mano o de otra forma, pero cogidos. Y por algún motivo que ahora se me escapa, con un paraguas abierto aunque ya no era necesario. Llegamos al "succionador municipal" de Santa Engracia, el que está al lado del estanco y de la floristería, esa que siempre huele a camelias, a gladiolos, a fragancias dulzonas mezcladas con el aroma rancio de tallos podridos y tabaco. Era el primer succionador de la calle Santa Engracia. Había cuatro personas delante; esperamos. Le dije: —Si llevas un euro s...

HABITACIÓN.

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  No sé muy bien cómo describir este fracaso anatómico. Lleno de un aburrimiento lento, lleno de dudas y de malas noticias. Dispuesto a realizar un ejercicio imposible. Ocurrencias que me vienen por estar tan lleno de soledad, satisfecho de ocupar y habitar el espacio que me corresponde, tan lleno de soledad. Masturbarme mientras me introduzco el dedo por el culo ha sido siempre un imposible. Tumbado, la pelvis se resiste a elevarse lo suficiente; incluso de pie, frente al lavabo, la postura se vuelve una incómoda parodia de equilibrio. He probado con la mano derecha en la polla y la izquierda hundiéndose en el ano —esta vez por puro placer, no por obligación—, pero todo terminó en derrota. Demasiada atención en la mecánica del acto, demasiado poco el placer mismo como recompensa por tanto esfuerzo. Desde que me da el recuerdo, estoy casi seguro de que nunca he dado placer a nada. Nunca mi mano escribió palabras sobre una espalda ajena, ningún gesto con esa intención. Nunca ningu...

NIÑO.

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  Recordar ahora, varias generaciones hacía atrás, si alguna vez lloré de alegría, no tiene mucho sentido. Tampoco lo tiene tratar de recordar exactamente con quién la compartí, ni el por qué de tal emoción. Cuando tras muchos años volví, por allí solo quedaban las sombras de una enredadera salvaje que trepaba por un balcón destartalado y abierto, sus hojas atrapando la luz de un sol antiguo, dejando en su tallo un rastro de viejos sucesos. Eran aquellos años de tonos marrón claro, unos años que olían a pan caliente, a infancia felizmente perdida, y a heridas abiertas que aún permanecen, que jamás cicatrizaron del todo. El abandono, la sensación de cósmico vacío, tuvo su primera lección cuando me dejaron solo. Fue un instante en que por fin descubrí el miedo, la súbita consciencia de estar en el mundo sin amarras. Al levantar la vista, los rostros de mi madre y de mi padre aún flotaban en la memoria, detenidos en el umbral de la puerta, observándome con la lejanía de quienes se mar...

LOS URALES.

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  Pensaba en mi suerte inmediata. -¿Cuál sería mi suerte? La habitación, un cubo de sombras con escasa luz, se cerraba sobre mí como un ataúd mal barnizado. Afuera, el viento hendía el espacio con filos de brisa invernal. No había nadie más. Solo yo, la ventana entreabierta y aquella sensación que se colaba como un aliento extraño procedente de la intemperie. Era libre de decidir el próximo suceso inmediato. Podía cerrar la ventana, dejar solo una raya de luz en su mínima extensión, como un hilo de vida que se resiste a romperse. O podía dejarla abierta, permitir que el viento irrumpiera sin clemencia, que el frío convirtiera mi piel en estremecimiento. La libertad, al final, era solo eso: elegir entre un gesto y otro, sabiendo que ninguno cambiaba nada. Era libre de imaginar algo irreal. Una mariposa púrpura—¿o era solo un sueño de color?—se posaba sobre mi pecho. Sus alas temblaban, frágiles, como si ya supieran que toda promesa de libertad es una mentira. Qué bien asesinar ...

GRITOS.

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  Nunca he visto que los techos detengan los sonidos. Los techos vibran. Tiemblan como pieles tensas, como membranas que solo simulan ser fronteras. No retienen nada. Tampoco han retenido tus gritos. Ni los que lanzaste cobijado en la sombra de la noche, ahogados entre sábanas, cuando creíste que el mundo era solo un cuarto cerrado y un jadeo. Ni los que escaparon de tu garganta a pleno día, en un cruce de caminos, cuando el sol era una losa y el aire pesaba como plomo fundido. Todos. Incluso los más tenues, esos que apenas rozaron tus labios, como un susurro que se niega a ser palabra. Todos se han ido. No se han perdido. Los gritos de dolor, los de amor, los que nacieron del miedo o de la rabia. El grito que una vez hizo tu mundo más estrecho, más obsesivo, el que te encogió hasta convertirte en un nudo de nervios. Los gritos que te humillaron, los que te escupieron a la cara, imperantes, húmedos de saliva ajena. Todos han trascendido. Han atravesado el techo, la atmósfera, la es...

TÚ.

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  "¡No quiero tu amor burgués! ¡Solo tu coño en mis encías! ¡Y un geranio en el bidé! ¡Y macarrones con tomate cada díaaaaa!" Comerme tu boca es como masticar bolas de sacarina: dulce, químico, un zumbido en los dientes que no se va. Cuando me pones los calcetines y me besas, me sabes a pan blanco. A miga fresca, a horno de barrio. Una vez, tiraste hojas secas de geranio desde la terraza, y al estrellarse contra la calle, retumbaban a más de ochenta decibelios. Y mientras, tú me limpiabas el culo, aguantabas mis pedos como si fueran ráfagas de viento inofensivas. Los calcetines me los pones con mi pierna entre las tuyas, como a un niño que va para la escuela, resignado pero arropado. Y aún recuerdo los macarrones con tomate, los geranios de la terraza floreciendo en blanco, las gaviotas volando en formación, como cazas F-16 sobre la bahía. Cuando me pones los calcetines, estás vistiendo el cielo con nubes de colores. Cuando me abotonas la camisa, me cubres el alma, me tapas d...

NOCHE.

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  Yo soy de correrme fácil. A veces, un pie arriba y un pie abajo, y ya me corro. Benerita me dice: —Ya. Y yo le digo: —Ya. Todo esto ocurre de noche. Graznan gaviotas en la oscuridad, como ánimas perdidas. Aceleran motos, rasgando el aire con sus rugidos metálicos. Voces llegan desde una calle cercana, fragmentos de conversaciones que nunca entenderé. También está el coche detenido frente al semáforo en rojo, latiendo al ralentí, hasta que de pronto despierta, escupe un acelerón y se pierde en la distancia. Entonces queda ese sonido industrioso, un buuu de máquinas lejanas, como si la ciudad respirara por tubos de acero. Y entre todo esto, a veces, el silbido del último tren, agudo y melancólico, como un lamento. —Anda, ven, ponte encima —me dice, y yo me pongo. Es ese movimiento incómodo, en el que hay que pasar la pierna con cuidado, a menos que entres por la horquilla, como un ladrón entre rejas. Sus piernas forman una Y griega al revés, un territorio que domino a medias. La no...

TRAJE.

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  —¿Sería más puntual si me muriese un día antes? Empecé a darme cuenta de mi locura. Llegué a esa conclusión cuando comencé a idear en mi mente, casi con obsesión, aquellos mínimos discursos sin sentido, frases incongruentes, como que  las palabras son las primeras en recibir la noticia, para que tu te puedas enterar de la misma, según, o dependiendo del tipo de palabras empleadas para contarte la noticia. Alguien golpeó tres veces la puerta. Grité: ¡Pasen! Lo vi frente a mí, impecablemente trajeado al estilo Príncipe de Gales, con chaleco de bolsillos inclinados, disimulados con una precisión y simetría casi perfectas. A pesar de sentir aquellos golpes sobre la puerta, no supe por dónde había entrado. Su figura se hizo perceptible a medida que yo levantaba la vista. Con un gesto mecánico, posó un maletín de cuero sobre mi escritorio, y dejó su tarjeta de visita frente a mí, al mismo tiempo que con la misma serenidad abría el maletín, revelando su absoluto vacío. No dijo una ...

MONTE OKU.

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  De lo que aún queda En el valle donde la noche se posa con la ligereza de una pluma carbonizada, las cenizas hablan. No son las que se acumulan en los braseros fríos ni las que el viento arrastra en remolinos efímeros. Son las invisibles, las que se adhieren a las palmas de las manos como memorias olvidadas, las que se filtran en el pan que partimos al alba, las que manchan de azul oscuro los bordes de los sueños. Junko, la bailarina de pies descalzos, camina sobre la tierra reseca del Monte Oku. Sus huellas, indecisas como trazos de tinta sobre papel arrugado, dejan un rastro que ni siquiera la lluvia logra borrar por completo. Las chozas cercanas, construidas con tablones carcomidos y techos de paja, brillan bajo la luna llena. En su interior, niños de piel ébano y ojos color lava observan el mundo a través de rendijas. Sus pupilas guardan el fulgor del volcán dormido, ese que un día escupió fuego y ahora yace bajo capas de silencio y polvo. —Todo está aquí —murmura Junko, exte...

OLORES.

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  No bastaba mirarme al espejo. No era suficiente. A mí no me alcanzaba con levantarme sin rumbo, vagando entre las paredes mientras ella sorbía el café y mordisqueaba ese pastelito rancio. Luego partía. Yo me iba  a la ventana, siguiendo su contorno hasta que su cuerpo lentamente  se perdía  al dar la esquina. Luego me volvía. Pensaba para mi, cómo podría haber un “hombre como yo sin dar un palo al agua”. Ni lo sabía. Mi mujer marchaba a su trabajo cotidiano, como cualquier alma recta y pulcra. Mi ritual para visitar a la otra se repetía cada  setenta y dos horas (un aproximado), que mis testículos recuperaban su peso natural. La edad  los había vuelto lentos en la acumulación; el semen ya no trazaba esos hilos viscosos que antaño recordaban a lombrices aplastadas o ciempiés agonizantes. Ordenar cualquier objeto implica arrancarlo de su estado primigenio, su ideal entropía. Minutos después, la cosa se convierte en un ente neurasténico, insufrible, condenad...

TIERRA.

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  Yo, de ese trajín, recuerdo cómo las truchas se mataban contra las piedras, la nuca contra el filo húmedo, y luego quedaban tendidas sobre una cesta de helechos. Los movimientos básicos eran siempre los mismos: cavar, plantar semillas, cosechar frutos, segar con la guadaña, andar detrás o delante de un arado romano. Todo de pie o agachado. Apenas había tareas en posición vertical, quizá varear erizos de castañas o pintar de blanco la parte alta de las habitaciones, para que el blanco se hiciera más blanco. El amor era rudo, a estilo perro, en los rincones más inverosímiles. Ya conté cómo me quitaron el frenillo: sentándose de repente sobre mí, como si tal cosa. Cuando había que follar a una cerda, la hazaña era atraparla; se volvían ariscas hasta que les entraba el gusto. A las cerdas se las folla bien cogiéndolas de las orejas. Otra cosa era la oveja, más dócil. Pero nunca con un carnero, ni con un asno. Con una vaca, subido a un taburete, metiéndole una tranca por la babilla. ...

RABO.

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  Intentaré contaros en pocas palabras lo que me está sucediendo. Todo empezó en mayo de hace dos años, cuando me levanté para ir a trabajar. Sentí un pequeño dolor en lo que los galenos llaman surco ínterglúteo—para entendernos, un poco más arriba de la abertura del ano. No le di mayor importancia en aquel momento. Sin embargo, a partir de ese día, las molestias fueron en aumento, sobre todo cuando me sentaba en la oficina. En la ducha, al frotarme, noté un pequeño bultito en esa zona. Con la ayuda de un espejo, pude ver claramente una pequeña protuberancia dura, con abundante vello. Pasaron unos dos meses. Un día, mientras estaba en el baño, mi mujer me preguntó qué era lo que tenía entre los glúteos. Le respondí que parecía una acumulación de sebo, aunque lo notaba muy localizado y no parecía blando. Ella me animó a consultarlo con un médico. Al mes siguiente, estaba delante de la médica del seguro, un poco avergonzado, con los pantalones bajados. "Sin importancia", me ...

MAITE.

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  La primera vez que vio aquella figura tras los visillos, supo que el tiempo no era una línea recta, comprendió que el tiempo podía detenerse y no existir. Era un murmullo circular, un laberinto donde las huellas no desaparecían, sino que persistían, grabadas en la piel de las cosas guardadas en la casa. Era de noche, y él estaba solo, sosteniendo entre los dedos un cigarro consumido hasta la mitad, cuando el viento hizo que la cortina se elevara apenas. La sombra estaba allí. Otra vez. No tuvo miedo. Solo pensó en Maite. La última vez que la vio, el eco de sus pasos desapareció en la neblina de un mayo imposible de tan hermoso. Recordaba vagamente el aroma de las rosas de Cheddar, mezclado con la humedad de los rosales de Alejandría. El perfume de las flores de Bach que ella usaba. Todo quedaba como un eco, un roce apenas perceptible en la memoria. Restos del "Cuarteto de Alejandría", aquella historia sobre el "poeta" que le encantaba releer una y otra vez. Y las ...

NOMBRE.

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  Resucité sin ganas de hacer nada. No había trompetas ni manos tendidas al asombro. Solo el murmullo cuando pareces sentir el paso del tiempo que estaba estancado entre las paredes. Te elegí en el instante en que llorabas en silencio. Un martes cualquiera, o el martes de la creación. ¿Cómo saberlo? La palabra estaba olvidada, flotando en el aire como un don bíblico caído en el desuso de la memoria. Había regresado otra vez desde el vacío. Con un cuerpo nuevo, con una piel aún sin historia. Aprender todas las palabras, nombrarlas por primera vez, inventarlas si hacía falta. Aquél lugar tibio me acogió con un soplo cálido, y el vapor cubrió mi rostro antes de mi primer grito. Otra vez ese rito de volver a resucitar. Boca arriba, esperé el roce de un beso. ¿Dónde estaban las flores que otro día me dieron la bienvenida? Solo la luz marcando la sombra en su forma más cruda, y brazos anónimos sosteniéndome en la fragilidad del amanecer. Si el aire no fuera suficiente, tendría branquias....

HABITANTES.

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En un pueblo olvidado por el tiempo, donde las calles eran de tierra y las noches parecían no terminar nunca, vivía un hombre llamado Abdel Ghaffar. Abdel no era de allí, pero el destino lo había llevado a ese lugar, como si el mundo lo hubiera arrancado de sus raíces y lo hubiera plantado en un suelo extraño. Llevaba consigo una maleta vieja y una fotografía desgastada de un niño que una vez apretó contra su vientre, buscando calor en medio del frío de la guerra. Ese niño ya no estaba, pero su recuerdo lo acompañaba como un susurro constante. En el mismo pueblo vivía Estela Abroz González, una mujer que había perdido la voz años atrás, no por enfermedad, sino por el peso de las palabras que nunca pudo decir. Estela caminaba por las calles con una mirada perdida, como si buscara algo que ni ella misma podía nombrar. A veces, se detenía frente a la casa de Moisés Pérez Adura, un hombre que pasaba sus días tallando figuras de madera, intentando dar forma a algo que no fuera el vacío que ...

POLUCION.

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  El extraño prodigio del anciano burgalés: Evasilio Ibarrutia Naiz, que inició su desintegración física a los 94 años, y que a los 97 años casi llegó a desaparecer de este mundo. Inspirado el relato en una noticia aparecida en el Diario de Burgos, dentro de la sección de sucesos, de hace ahora unos veinticuatro años. -*- Era un gesto caritativo. Limpiaba mis comisuras con un paño lleno de restos de aquella bazofia verdosa; verduras aplastadas, trituradas, recalentadas hasta la saciedad. Una y otra vez la cuchara dando vueltas pacientemente en el borde del plato, no sé aún por qué dando tantas vueltas repleta de mejunje, si luego se paraba sobre el mismo borde para recoger un poco de aquel potaje triturado sobre el inicio cóncavo de la cuchara, y desde allí a mi boca, haciéndome aquellos arrumacos como si fuera un niño de dos años, mientras se doblaba ligeramente sobre mi. Era reclinarse lentamente y debajo del peto de su mandil bl...

VEN.

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  Estar loco es decir poco. Estar sumido en ese desorden de pensamientos, pensar en el futuro y no ver salida. Estar joven y cargar con estas ideas, sentir que estás abocado al desastre siendo, todavía, tan joven. Elucubrar sobre qué será de mí. Y estar, no sé cuántas veces podría repetir "estar, estar, estar". El cielo se derrumbaría sobre mí como un papel transparente, y yo seguiría murmurando: "estar, estar, estar". A veces me obsesiono con una palabra, y no es porque quede poéticamente bien en el contexto. Las palabras idénticas se apabullan, no hay belleza en ellas. "Estar, estar, estar", ¿y qué más da? Soy un puto soplapollas y un come y come. Pero trabajar gratis no me gusta. Y entonces aparece tu cara. Cierro los ojos y pienso en ti. Mi cabeza da vueltas y más vueltas, todo el día así, sin parar. Cuando te besaba, lo hacía para cerrar los ojos y envolver mi lengua en tu boca, hacerte el molinillo, beberme tu saliva. Besarte no era pensar en el porv...

POLLO.

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  Vas por la calle y te huele a grasas y refritos. La gente camina con los corazones duros, como piedras arrastradas por el asfalto. En los árboles, los pajaritos trinan sin saber qué harán durante el día. Hoy llevo la cuenta de las veces que he meado: van ocho (1260 ml). Si me muriera ahora mismo, me iría al cielo con la raja del culo sucia. Cuando llegué a casa y abrí la nevera, me encontré con los cuatro estantes llenos de birras, pero ni un gramo de comida. Por no haber, no había ni un puto huevo. Me dije: «Pues a Don Pollo». Bajé las escaleras, atravesé la calle y entré en el local. Al fondo, la maquinita desprendía un olor espeso, pesado, grumoso, aceitoso. El humo se enredaba en el aire, y una cola de cinco polleros esperaba su turno. Cuatro hileras de pollos se doraban, cayéndoles una grasa espesa, como aceite de motor recalentado. Le dije a la Pompa: «Ponme ese grande, aquel de arriba, que me gustan chamuscados, aunque tenga que esperar». La Pompa los colocó encima de dos ...

EL POZO.

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  Después de mucho esfuerzo por comprenderlo, logré reducirlo a una teoría sencilla: Dos puntos que se atraen no están obligados a elegir la línea recta para encontrarse, aunque erróneamente parezca el camino más corto. Algunos prefieren la vastedad del infinito, en un afán inconsciente de hacerlo inalcanzable. No sabría describir con exactitud el día. El cielo estaba cubierto de nubes altas y lisas, de un gris uniforme. Era septiembre, y los primeros fríos de la estación se manifestaban con el rocío que aún humedecía la tierra en las primeras horas de la mañana. El sargento del puesto se alejó haciendo girar un dedo sobre su sien y murmurando con sorna a los otros compañeros: —Está como una cabra. Los buzos subían y bajaban en un vaivén incesante. Alrededor, los arneses colgaban de una pértiga de grúa improvisada, balanceándose sobre el vacío. Cuerdas pendían de la roldana, perdiéndose en la profundidad insondable. Nadie veía nada, pero yo sí. Allí, más allá del reflejo líquido, d...